Santa Claus, K.O.: (cuento navideño surrealista)

Pepito Pérez, natural de Fuenlabrada, recorría por vez primera el camino de vuelta a casa como jubilado experto en tuberías. Tal vez debería decirse pre-jubilado. O pre-prejubilado. Poco le importaban a él los tecnicismos burocráticos. De sobras sabía, como todo lector avispado, que su nombre no era fuente de ingresos, sino de continuas mofas. Lo había sufrido en sus carnes desde la más tierna edad. Pero aquello estaba a punto de acabar. Mejor dicho, había acabado ya.
“Peor sería apellidarse Grillo. Ya te digo…”. Con ésta y otras bromas de escasa gracia se divertía para sus adentros cuando se detuvo frente a la puerta de su casa. Estaba abierta. Su hijo, embarrado hasta las cejas, le abrazó con todas sus fuerzas y toda su superficie hábil. Apenas pudo sacárselo de encima cuando el hijo mayor se abalanzó sobre él, acompañado de su única hija. Cada cual más sucio de un sospechoso lodo, iban abrazándole y tirándole de la corbata y del bigote, como solían hacer cuando había gran regocijo y trepidación en casa. No era para menos: aquella era la noche de Navidad, la Nochebuena.
–¡Mujer! –bramó Pepito, con voz que mezclaba sorpresa y alegría–. ¿Qué es tanto barro en las…
Y hasta aquí llegaron sus palabras. Pepito no podía creer lo que veían sus ojos. Su mujer, virtud y ponderación encarnada, corría hacia él como un vulgar astrolopiteco que hubiera tomado un medicinal baño de barro en un estercolero líquido.
–¡Pepito de mi corazón! ¡Ven aquí, hombre de mi vida! –y le dio un sonoro par de besos–. Ya me lo ha dicho todo Encarna. Bien hecho –después, tras asegurarse de que sus hijos no podía oírla, preguntó, ya con una cierta calma–:  ¿No ha habido muertos, verdad?
(A todo esto, no hemos presentado a la fidelísima mujer de Pepito. Su nombre era María López. Muy adecuado, huelga decirlo, para su marido. Trabajaba, como le gustaba decir a ella, “como reina de mi hogar y presidente de la república Pérez-López”.)
–Pero, mujer, ¿qué cosas preguntas?
Sin entrar en detalles, que este es un cuento navideño y se nos acaba el espacio, daremos de modo sucinto la información que el lector precisa. Pepito Pérez, harto de tanta broma a causa de su cansino y nada original nombre, la había emprendido a golpes –a tuberiazos, si eso existiera– con el bocazas bromista de turno. Tres costillas rotas, y un despido laboral – “y a mucha honra”, añadía Pepito con cierto orgullo– había sido el resultado final.
–No me has dicho a qué viene lo del barro. Estás… preciosa.
–Pepito mío, qué puñetazo te daría si no fuera mujer, y tu mujer. Anda, y vete a acabar el Belén con tus hijos. Estábamos en ello cuando me llamó Encarna para contármelo todo. Yo, de pura alegría, no supe más que ensuciar a todo el mundo. Y se desató una guerra.
–Y ¿les has dicho algo a los niños?
–No. Sólo que es un día especial, de gran alegría.
–Bien.
                    *   *   *
La cena de Navidad de las familias vegetarianas es todo menos aburrida. María, una soberana en toda regla, era una de tantas mujeres que une cariño con ingenio para dar con el óptimo resultado que cada ocasión exige. No abundaremos en la descripción de los espárragos con salsa de no se sabe qué, ni las envidiables endivias, ni las papayas y uvas y maracuyás, y diversos y a cual más sabrosos tipos de acelgas y lechugas que el más experto botánico lector pueda imaginar. La mejor descripción de las piñas, berenjenas y demás frutos del multisecular huerto quedaría coja. Lo que no podemos pasar por alto es la conversación que se desarrolló cuando todos los integrantes de aquella espléndida familia habían ocupado su lugar alrededor de la mesa.
–Mamá, ¿qué es un tubérculo?
–¿Un tubérculo? Una planta. ¿Ya os habéis limpiado los zapatos y os habéis ordenado el armario? Ya sabéis que Santa Claus es muy exigente en eso.
Dos “Sí, mamá” resonaron al unísono, quedando en evidencia el ronco “Mamá, ¿qué es un tubérculo?” de Helio-Heráclito, el hijo mayor. (Obviaremos el comentario de su nombre. Se ve que Pepito no quería una incómoda vida nominal para su descendencia.)
–Una planta, hijo. Es una planta. Ya sabéis que papá y yo celebramos hoy un día muy importante.
–¿Por eso habéis puesto un vaso con galletas y vino dulce en la chimenea?
–Eso es para Santa Claus. Hoy celebramos un día muy importante y por eso hemos pensado que podríamos ver todos juntos una película. Le hemos pedido al vecino su inmensa televisión. ¿Qué os parece?
La respuesta de Helio-Heráclito ahogó, por su tremenda rapidez y anticipación, las de sus hermanos:
–Mamá, ¿qué es un tubérculo?
–¡Hijo mío de mi alma! Te he dicho dos veces ya que es una planta. La patata, por ejemplo, es un tubérculo. ¿Te gusta la patata?
–Sí, mamá.
–Muy bien.
Pepito, como padre esforzado y concienzudo, seguía la explicación de su mujer con toda la atención con que se lo permitía la deglución de unas algo resecas alcachofas. Tras el último bocado, dijo:
–A ver, ¿quién me ayuda a instalar la televisión?
*   *   *
Helio-Heráclito fue el último en cerrar los ojillos ante el televisor, cuando Ben-Hur todavía no había dicho su última palabra.
–Esta película es interminable. No la recordaba tan larga –susurró Pepito.
–Pero, cielo… Venga, vamos a llevarles a la cama –dijo María, sin levantarse, ni apenas hacer el mínimo gesto. A Pepito le chiflaba aquel modo de hablar de su mujer. Era la antítesis del clásico plural mayestático. En aquella ocasión significaba “anda, cielo: llévales tú a dormir, que a mí sí que me gusta la película”.
La operación requería una inteligencia y una táctica mínimas. Se podía ir y volver, como el lector comprenderá, haciendo tres simples viajes. Y también, opción nada descartable y por la que optó Pepito, colocarse un hijo en el cuello, y llevar a los dos restantes uno bajo cada brazo. Sólo Dios sabe qué cariño encontraron en los paternales brazos de su padre aquellas criaturas para no desvelarse de un tierno sueño. Una vez en sus cuartos, aquel padrazo mullió sus camas y los tapó, con exquisita delicadeza, con sus mantas repletas de ovejas risueñas. De vuelta al salón, Pepito pudo comprobar qué grado de atracción tenía para su mujer aquel inmenso tostón. María roncaba a pierna suelta.
Es bien cierto que el cariño que los dos personajes de nuestro cuento se reservaban para sí era mayor que el que disfrutaban sus hijos. Pepito se limitó bajar el volumen de la televisión –cuando en realidad quería apagarla: “esta tecnología, no hay quién la entienda”– y despertó a su mujer con extremado cuidado.
–Me he quedado frita. Me voy a dormir –María se levantó y se fue alejando del salón. Su voz iba oyéndose cada vez más distante–. Quédate tú, si quieres. Y ni se te ocurra tocar el vino dulce. Buenas noches, cariño.
Pepito, tieso por momentos como un palo de pajar, se dejó caer en el sofá como si de un sonámbulo se tratara. Y fue tanta la coincidencia, tan mágica, tan navideña, que el ruido que hizo al desplomarse sobre aquel cómodo mueble silenció el golpetazo que Santa Claus se dio contra el sucio suelo de su chimenea. “Así no se entra, pero lo he hecho peor en millares de ocasiones. Dios salve a los hollinadores”, pensó el regordete de Santa. Mientras revisaba sus doloridos huesos con sus gruesas manos, insensibles por el frío, iba maldiciendo su suerte y su pésima memoria: el saco con los regalos de los Pérez-López seguía cómodamente apoyado en la chimenea, ajeno a todo lo que pasaba a sus pies.
–Menudo tostón –iba repitiendo Pepito, con los ojos cada vez más entornados–, menudo tostón. Y yo, con estos pelos… –al fin, se quedó traspuesto, justo cuando faltaban apenas doce minutos para el final del suplicio en forma de celuloide televisivo.
Santa Claus no había perdido el tiempo, pero estaba a punto de perder el juicio. Una indecisión doble le invadía por momentos. Sabía perfectamente que no iba a ir por los regalos. Antes, tomaría un sorbo de aquel precioso líquido, que había tenido tiempo de catalogar. Y tal vez tomaría un par de galletas, aunque no le gustaban en absoluto. “Para que no se diga”, parecía decir una indefinible mueca que, involuntariamente, se había dibujado en su barbuda cara. Eso ya lo había pensado y decidido; no había duda en ello. Pero la más persistente duda era la que todavía le llevaba por el camino de la amargura. Sin tener estudios médicos, notaba que tenía un hueso fracturado. Por lo incómodo del lugar, principalmente por cómo debemos citarlo, era evidente que algo iba mal. “Si no fracturado, sí desplazado. ¡Maldita sea!”. Pero no recordaba el nombre del huesecillo, reminiscencia de nuestros antepasados con cola.
–¡Coxis! –gritó, por fin. Y se tapó la boca con las dos manos, al tiempo que, por fin, se alejaba de la chimenea con la vista puesta en la televisión, en Pepito, y en el dulce néctar que le esperaba. Por suerte, y acumulación de cera natural, Pepito no oyó nada en absoluto. Seguía de viaje interplanetario, de la mano de su mujer e hijos–. ¡Quién pudiera dormir así! Y ahora, ven aquí, amigo mío, delicia humana.
El vino dulce despertaba en Santa Claus, ese bribón panzudo y risueño, los mejores sentimientos. Pero, como hombre que era, su abuso le adormecía, poco a poco, como a todos ellos, por mucho trabajo que tengan que desarrollar.
Y de vasito en vasito, de sorbo en sorbo, y de culito en culito,  se acabó la botella. “Tomaré una galleta”, comentó, ya demasiado tarde, “no sea que este brebaje me afecte demasiado. ¿Y eso? ¡Mira tú qué papelito más bonito! A ver… ¡Fíjate tú qué monada!”. Tras comerse el primer polvorón con envoltorio, decidió enterarse de cuál era la causa de las bondades de aquel dulce líquido, dando los últimos sorbos al vasito de cristal, que a duras penas mantenía elevado con su mano derecha.
–Este vino ha sido… elaborado a base de las más… elaborado a base de… No… Esto ya lo he leído: está repetido… Voy a vinar… digo a empezar de nuevo. Este vino ha sido… bebido. Ji, ji, ji… Este vino ha sido bebido. No, Santa… Léelo bien, venga… Eso: este vino… vino… ha sido elaborado… a base de… a base de…
El ruido que hizo el vaso al caer fue suficiente para despertar a Pepito de su televisivo sopor.
–¡Maldita sea! ¿Pero qué…?
Por segunda vez en ese día, sus ojos no podían creer lo que veían. En el salón de su casa, Santa Claus, el pobre de Santa Claus, dormía como un bendito con una botella vacía en su mano. “Está completamente curda”, apuntó Pepito con maestría y un asombroso alarde de observación. “Como una cuba. Y no veo los regalos por ninguna parte”.
Breve fue su debate interno sobre si debía despertarle o no. Como buen ciudadano, debía ser leal y benéfico con sus posibles huéspedes; más, si se tenía en cuenta la categoría personal del visitante en cuestión. Dicho y hecho: Pepito se dirigió rápidamente a su cuarto, donde dormía plácidamente su mujer, y sacó una manta del armario. Descartó coger un cojín para que apoyara la cabeza y no se desvelara con dolor de cuello, por el simple hecho de que no abundaban en su humilde casa. “Lo siento, Santa: tenemos las almohadas contadas”, le explicaba entre susurros mientras le cubría. “Es lana. Y de la buena. Fue un regalo de bodas. Sí, como lo oyes… Este gorrito, me lo quedo. Y estas gafitas, también”, dijo, mientras partía la varilla derecha de aquellas delicadas gafas. “¡Maldita sea! Bueno, ya pensaré algo…”, se lamentó mientras cerraba el cajón de la mesita de noche, donde había escondido aquellas características prendas.
Dicen que a la tercera va la vencida. Así es, al menos en este cuento. ¡Cuál fue la sorpresa de Pepito al volver al cuarto de estar! Helio-Heráclito estaba a punto de despertar a Santa.
–¡Papá! Mira qué he encontrado. ¡Un vagabundo en nuestra casa! ¡Y con vuestra manta de bodas!
Pepito se acercó a todo correr a su hijo y le tapó la boca con su gran mano:
–Helio-Heráclito… no grites. No vayas a despertarle.
Pero ya era tarde. Como si de una anguila se tratara, Helio-Heráclito se había escabullido de la prisión paterna y, literalmente, había tirado de la manta, descubriendo el pastel.
–¡Madre mía! ¡Si es Santa Claus…!
–¿Qué va a ser Santa Claus, Helio…
El bueno de Santa, que a duras penas podía abrir los ojos, se dio cuenta de que, sin sus finísimas gafas doradas no veía.
–¿Quién me llama? ¡No veo nada! ¿Y mis gafas? ¡Mis gafas! ¿Dónde estoy?
–Helio-Heráclito, no te muevas y no hables. Ahora vengo –dijo Pepito, con voz seria. Luego, añadió–: Ahora vengo, Santa Claus. No te muevas, no te levantes.
Un lamentable grito, que Pepito oyó desde su cuarto, hizo recordar a Pepito la escasa autoridad que tenía sobre alguien como Santa.
–¡Mi coxis! –repetía Santa, con las manos en el trasero.
–Ya te he dicho que no te levantaras –comentó Pepito, al tiempo que le devolvía el gorro y las gafas.
–¡Arrrg! –gimió el bueno de Santa–. Por todos los ángeles del cielo, ¿qué hora es?
–¿Qué es el coxis, Santa Claus? –preguntó Helio-Heráclito.
–Son las tres menos doce minutos.
–¿De verdad? ¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Dios mío! –iba repitiendo una y otra vez Santa Claus, mientras buscaba algo con evidente desesperación.
–¿Qué es el coxis, Santa Claus? –volvió a repetir, esta vez agarrado al rojo traje de Santa.
–¡Hola, Helio-Heráclito! ¿Te has portado bien este año? Tu padre –dijo, después de mirarle brevemente– dice que no lo sabe. ¿Crees que mereces algún regalo?
–¿Qué es el coxis?
–El coxis es un hueso. Concretamente el que me acabo de romper. Verás, está…
–Santa Claus, por favor… –cortó Pepito.
–Está donde la espalda pierde su digno nombre.
La inescrutable mirada de Helio-Heráclito, al parecer poco habitual en él, extrañó a Pepito, que acabó de completar la definición.
–Es un hueso que… que está en un parte que duele al sentarse.
–¿En la espalda?
–Más abajo, hijo –dijo Pepito.
–En el culo, Helio –zanjó Santa Claus, pedagógicamente impecable.
Un sencillo “Ah” fue el escueto comentario de Helio-Heráclito, con el que Pepito se quedó más tranquilo. Tras un silencio que podríamos llamar natural, en el que Helio-Heráclito procesó la nueva información, Santa lamento su poco afortunado concepto de la pedagogía, y Pepito pensaba en irse a descansar, fue Helio-Heráclito quien rompió el hielo.
–Oye, Santa, ¿dónde están mis regalos? Papá y mamá nos dicen que primero los dejas preparados y luego te bebes unos sorbos del vino dulce…
–Unos sorbos, sí… –dijo, mientras carraspeaba–. Verás, angelillo…
–Te los has dejado en el carro, con los renos, ¿verdad? Hacen mucho ruido, como si estuvieran doloridos: me han despertado.
–¡Pobres Rudolf y Dulrof! Se hacen mayores y les cuesta aterrizar… Pero no recuerdo haberlo hecho tan mal…
–¿Y los regalos?
–…me los he dejado en la chimenea. Pero ahora los bajaré, no te preocupes, cielo –luego, dedicando una sonrisa a Pepito, preguntó–: ¿Pepito, donde habéis puesto la escalera de madera…?
–¿La blanca? Se pudrió. Tendrás que trepar por las tuberías. O subirte a la casa del perro y…
–¿La casa del perro?
–Fue mi regalo de cumpleaños del año pasado –explicó Helio-Heráclito–. Killer es un precioso doverman, muy simpático con los vecinos. Y no es nada violento, como piensan muchos.
–Ya. Pues subiré por los regalos…
–Espero que Killer no siga entretenido con tus renos. Si te ataca, grítale “sit, sit, siéntate, Killer”. Siempre hace caso… Pero nunca ataca, no te preocupes.
Quizá el lector sepa más, pero, a mi entender y según el natural acontecer de las cosas, los renos muertos no chillan ni hacen ruido. Ése era el motivo, pronto lo iba a descubrir Santa Claus, por el que Rudolf y Dolruf no le habían dicho nada en todo aquel tiempo. (Como todo el mundo sabe, Santa Claus y sus renos mantenían apasionantes conversaciones en un extraño idioma, el renal). En efecto, llegado a la parte más alta del tejado, Santa no pudo reprimir un grito al ver el panorama desolador que, por prudencia y decoro, no vamos a describir. Tampoco transcribiremos el grito.
–Señor –rezó Santa Claus, a punto de desesperar, pero agarrándose a la roca firme de la oración como única salida a su situación–, estoy en una situación desesperada. Sé que la culpa es mía, por beber más de la cuenta. Entiéndeme, Señor: soy un viejo anciano… –la poderosa y, a la vez, tranquilizadora voz del Señor le recordó que su edad no incrementaba a lo largo de los días, como tampoco su cansancio a lo largo del camino. Lo que comúnmente es llamado don de la impasibilidad, que todos los habitantes del Cielo poseen en grado sumo. A aquellas palabras, irrefutables como eran, sólo pudo bajar la cabeza un instante y pedir perdón. Después, con renovado esfuerzo e infinita confianza, prosiguió, con mayor humildad–: Señor, bien sé que son tuyos el cielo y la tierra, y cuanto en ellos se mueve. Y que eres Señor del tiempo… Me he quedado, mea culpa, sin renos. Y, lo que es peor sin tiempo. Allí abajo, un niño impertinente no deja de preguntarme tonterías. Sí, sí: sé que eres amigo de los niños. Pero yo no soy Tú: a mí me parece un mocoso insoportable. Por supuesto que le he traído sus regalos. Y no pondré condiciones, pero, sí te pediría un favor: mata a Killer, o envejécelo. Y te diré otra cosa, Señor: necesito tiempo. ¿Por qué no retrasas la noche justo hasta donde el vino? O, mejor: antes, que tengo el coxis dolorido. Señor, sí: sé que no he contado contigo hasta ahora; que ni siquiera he visitado el pesebre de la casa. Lo haré. Lo sabes. ¿Ya puedo volver a bajar? ¡Gracias, Señor!
Y así fue como Pepito volvió a caer, como un saco de patatas, en el sofá, al tiempo que Santa Claus caía, esta vez de pie, sin dolor alguno y con el saco en la espalda, en la chimenea de la sala de los Pérez-López.
–Mucho mejor así –musitó Santa Claus, con una sonrisa en en los labios–. Míralo: parece un tronco. ¿Apago la tele? No, mejor no toco nada, que es peor.
Dejó el saco, volvió con sus renos, y tuvo tiempo, más que suficiente, para repartir todos los regalos que tenía que repartir.
Killer, como todos esperábamos, no sufrió el menor daño. Y ojito con esperar otra cosa. ¿Qué culpa tiene un perro de ser perro? Helio-Heráclito, despierto como cada noche de Navidad, vio a Santa Claus y pensó que estaba soñando. Y así era.

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