¡No me digas!

Dado el relativismo y el pavor a que contradigan las evidencias, hoy día nos aferramos a cualquier estudio. Mejor dicho, hacemos uno antes de decir algo, no sea que nos llamen de todo. Por eso llamamos dogmáticos a nuestros abuelos, que acertaban -dicho sea de paso- casi siempre o siempre, armados de simples y contundentes refranes. La experiencia.
Digo esto por una frase, seguida de muchas más (un artículo, vaya), en que se descubre por enésima vez la sopa de ajo. Eso sí, acompañada de un estudio científico.
"Los estudiantes que disponen de ordenador en su habitación, utilizan diariamente internet y las redes sociales, y disponen de un teléfono móvil de última generación obtienen peores resultados académicos."
Gracias por el dato, dan ganas de decir. 
-"Pues no tiene por qué". 
Efectivamente. Pero sí tiene un porqué: porque internet dispersa (casi) por definición. Se trata de saltar de la foto al link y del link al titular y al tweet y tal. Y estudiar es otra cosa. Leí en "Superficiales. ¿Qué está haciendo internet con nuestras mentes?", de Nicholas Carr, que había experimentado -y contrastado esa experiencia, que confirmo- que cada vez le costaba más leer un texto largo entero. Pero a fuerza de voluntad, se supera. Y los adolescentes no tiene, por lo general, esa fuerza de voluntad, porque la están ganando: eso es la adolescencia, la adquisición paulatina de lo que será su propia vida. Tenemos un problema. Mejor dicho, un reto colosal. Enseñar a nuestros adolescentes a pensar, y a que, para eso, hay que concentrarse y cerrar el grifo de lo que molesta (llámese música, twitter o abuela chillando).

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