"¿Me has visto a mí insultar?": Educación y autoridad

Llevo dos días en cama, constipado. Creo que el asunto se gestó el pasado sábado por la tarde noche. Fui a ver un partido de fútbol. Terrible: frío absoluto, partido en que mis hombres fallaron todo, y, para más datos, les metieron uno (otro) en la última jugada. 

Pero no todo fue malo. En un momento dado, el árbitro se equivocó clamorosamente. Por los motivos que fuera: no tendría vista, no estaba mirando... El hecho es que hubo una falta que no pitó. Un señor de cierta edad, que iba con su hijo, y que llevaba todo el partido animando y dando instrucciones al equipo con quien yo también iba, gritó: "¡árbitro!". Lo cierto es que me llamó la atención lo ponderado de su acción. Un solo grito, como si fuera totalmente consciente de que con más chillidos no iba a conseguir más que con aquel. 
Su hijo, de unos 8 años, sin embargo, no fue tan moderado como su padre y soltó un par de gritos, con tacos incluidos. 
Aquel padre, al instante, le cogió los brazos y, acercándose a su carita, le dijo, con fuerza: "¿Me has visto a mí insultar?". 

Alguno dirá que es mejor explicar al chico por qué no hay que insultar. Pero los chicos no son tontos. 
Me pareció, en resumen, una actuación buenísima: una manera excelente de crecer en una natural autoridad, basándose en ella. El hijo imita al padre: le quiere, le admira. Y ese padre lo sabía a la perfección. Y no era, lo sé, catedrático de pedagogía. Pero diría que era consciente de que su hijo debía portarse bien por algo más que por que su padre lo hiciera. De todos modos, una muestra de autoridad bien llevada: un padre que va por delante y puede ponerse de ejemplo

Me encantó su reacción, lo admito. Pero la cosa iba a ir a más. Como el partido era aburrido —o, mejor dicho, como no había manera de que metieran un gol al arcoíris— y la situación paterno-filial era de lo más interesante, me dediqué a observar, por si podía aprender algo de aquel padre. Y vaya que sí. 
Resulta que, después de aquella reacción, el chiquillo se alejó de su padre. Lógicamente, diría. El padrazo siguió, aparentemente, como si nada: animando a los suyos y dando instrucciones. De vez en cuando, sin embargo, paraba. En una de esas se acercó al chico y le dijo algo. Y volvió a las andadas: a animar (¡ese entrenador que todos llevamos dentro!). Al poco rato, el chiquillo se fue al lado de su padre. Él seguía a lo suyo, pero le hizo una carantoña en el pelo, entre grito y grito. Al final del partido, les oí irse: 
—¿Cómo les han ganado, papá? Ni lo saben...
—Ni idea, cariño, pero es verdad que no lo saben. Suerte...

Como si nada: enseño, con autoridad, con fuerza, y luego recojo, con un cariño que jamás faltó. Y todos en paz.


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