Hanter y Gressel

—Abuelo, cuéntanos un cuento.
Así empezaban las peores noches de Ernesto, nuestro protagonista. A sus ochenta y largos, le costaba horrores mantener la dentadura y la cabeza en su lugar a partir de según qué horas. Pero sus nietos eran sus nietos.
—¿Un cuento? ¿Para qué queréis que os cuente un cuento, si ya los sabéis todos?
La historia se repetía cada dos miércoles. Ernesto pasaba esa tarde en casa de su hijo. Cuando sus nietos habían cenado y estaban a punto de quedarse dormidos, asomaba la cabeza por la puerta y se despedía de ellos. En ese momento, lo sabía bien, uno de los dos le pediría un cuento. Y los nietos eran los nietos.
—¡Pues invéntante uno, abu! —le suplicaban. No sabían que eso era exactamente lo que hacía, porque apenas recordaba algunos fragmentos, más bien confusos, de pocos cuentos.. Y “recordar” es aquí un verbo usado con mucha generosidad. Sería más propio decir que se los inventaba sobre la marcha. Su objetivo, sin embargo, se cumplía siempre: conseguir que se durmieran.
—A ver… Dejad que me siente —refunfuñaba el abuelo, fingiendo estar cansado, mientras intentaba ordenar sin éxito “aquella historia de caperucita cerda y los tres rojitos”—. Eso es... Me siento… y veremos qué pasa. Venga, tapaos bien, que ya hace frío.
—¿Cuál vas a contarnos, abu?
—Uno… muy bonito. Pero, sobre todo…
—¡Sileeeencio! —solían decir a la vez los dos nietos.
—Muy bien. Eso es —susurraba con especial cariño. Luego, como experto orador, dejaba un breve silencio para que los niños no estuvieran atentos a nada más que a su voz. Cualquier excusa servía: rascarse una oreja, o una pierna. Y empezaba, con su voz más cálida—. En un precioso valle rodeado de montañas, vivían hace mucho tiempo dos hermanos regordetes y algo traviesos. Se llamaban Hanter y Gressel. No me hagáis decir ahora quién de ellos era el niño… y quién era la niña… O si eran niños los dos. O niñas. Yo diría que eran un niño y una niña, porque en los cuentos…
—Da igual, abu. Sigue.
—Eso —decía el otro—, sigue, abu. Hassel es niño y Grenter, niña. ¿Vale?
—No se llaman así, cariño… Son Hanter y Gressel. Son nombres suizos… o  alemanes, de chicos de Alemania. Un país que está cerca de aquí… Bueno, voy a empezar otra vez, que os habéis perdido… —y murmuraba entonces unas maldiciones inaudibles para los delicados oídos de sus nietos, porque quien no acertaba a seguir era él—. En un precioso lugar rodeado de valles llenos de preciosas flores de mil colores, vivían dos suculentos hermanos muuuuy traviesos. Se llamaban Hanter y Gressel, pero todo el mundo les conocía por los henchidos hermanos del valle. ¿Y por qué? Pues porque esos dos hermanos, tan regordetes, rubios y cargados de pecas, conocían de memoria el valle en el que vivían. Su abuelo… Misslerhamm, creo que se llamaba… se lo había enseñado. Seguramente era el mejor abuelo…
—¡Noooo! —negaban al unísono los nietos— ¡El mejor eres tú, abu!
—¡Bueno, bueno…! Muy bien, pequeñuelos. Silencio. Silencio… Hanter, que seguramente era el mayor, era un experto cazador. Y Gressel tiraba el arco muy bien, también… —la edad y sus efectos en la memoria destruían el cuento; sin embargo, Ernesto tenía recursos— pero lo que se le daba mejor… mejor incluso que a su hermano… era…
—¿Tirar piedras?
—Tirar enooooormes piedras… ¿Cómo lo sabías, pilluelo? —preguntaba, acercándose a su nieto para pellizcarle la mejilla— ¿Os lo he contado ya?
—¡Noooo! Es nuevo.
“Y tan nuevo”, pensaba para sus adentros el abuelo. Y seguía.
—¿Seguro que no? Bueno, pues ya tenemos a Hanter cazando con el arco y a Gressel, con sus piedras. Pues bien, Hanter, en sus viajes a caballo… Porque era un gran jinete, ¿eh?
Y entonces uno interrumpía con “¿Qué es jinete?”, y el otro le decía, algo brusco por la impaciencia, que es “uno que va a caballo”, y que el abuelo ya lo había contado, y que haber estado atento.
—Bueno, bueno… A ver. Seguimos. Hanter y Gressel conocían todos los prados y todas las cuevas. Los caballos tenían miedo de las cuevas porque las leyendas de los ancianos del lugar contaban que, en lo más oscuro de algunas de esas cuevas, había brujas terribles, feas, con narices torcidas llenas de berrugas… —el abuelo se detenía de modo imperceptible para comprobar que sus palabras hacían efecto en sus tiernos oyentes. Y lo hacían: tenían los ojos abiertos como platos, de puro miedo. Entonces, sólo entonces, avanzaba el relato de modo que la sonrisa volviera a la cara de los niños—. Pero Hanter y Gressel no eran cobardes. No tenían miedo a las brujas. En absoluto. Eran chicos espabilados, buenos, como… unos niños que yo me sé… ¡como vosotros, vaya! Nuestros valientes Hanter y Gressel no temían a las brujas, ni a las cuevas. Pero ¿qué hacían durante el día, eh? Pues, mirad. Después de desayunar y ha-cer los de-be-res…, los niños se hacían la cama y arreglaban sus cuartos… bueno, los arreglaban antes de hacer los deberes… Y luego, iban al campo, a dar de comer a sus vacas, y a sus caballos. Tenían muuuuchos caballos y muuuchas vacas… Muuuuuuuu… chas vacas… Muuuuu…
Los nietos se reían, y el abuelo tenía tiempo para seguir inventando:
—Una vez, aquellos dos regordetes hermanos perdieron, de todo el rebaño inmenso que tenían, una vaca… muy importante. Y ese caballo era muy importante para ellos.
—¿Una vaca o un caballo, abu?
—¡Un caballo, un caballo! Ahora lo recuerdo. Perdieron un caballo: Rayo —“Por eso le puse ese nombre, para acordarme. Vaca Paca, y caballo Rayo”, se decía el bueno de Ernesto—. Pues bien. El caballo no daba señales de vida. No lo encontraban por ninguna parte. Le llamaban por su nombre. Y no respondía... Porque Hanter y Gressel les habían puesto un bonito nombre a cada uno. Y los caballos, ¡y también las vacas!, conocían la voz de sus jóvenes amos.  Pero esa vez —narraba el abuelo con voz de lamento y haciendo una pausa—, no respondían… Pero, ¿os pensáis que se pusieron nerviosos? ¡Qué va! Hanter y Gressel no eran así, ya lo sabéis. Ellos eran valientes. Y decidieron ir a buscar a su vaca… ¡A su caballo!, que me diga. A Rayo, uno de sus mejores caballos, sino el mejor. Porque Rayo no era un caballo cualquiera; era el orgullo del padre de Hanter y Gressel.
—¿Y su padre sabía que habían perdido a..? —preguntaba uno de los chicos. Al otro, “gracias al cielo”, como decía Ernesto, ya se le estaban empezando a cerrar los ojillos.
—No… Su padre no sabía nada. Porque había salido hacía unos días. Tenía que visitar a un… familiar lejano. Y les había dejado solos en casa.
—¿Como en la película? —decía, animado. Ernesto, que no tenía ni la más remota idea de a qué se refería su nieto, se limitaba a sonreír dulcemente y a musitar “¡bendita infancia!” o frases similares sin dejar de mirarle. Y seguía.
—El pobre papá no sabía lo de Rayo: que le habían perdido. Pero Hanter y Gressel, los regordetes del valle lleno de flores y árboles frondosos, conocían de maravilla las cuevas donde habitaban brujas. O al menos eso decían los ancianos del lugar. Y ya sabéis que los ancianos son muuuuy listos… Y hay que hacerles caso… —y, mientras decía esto, Ernesto tocaba la punta de la nariz a su nieto con sus grandes manos. “¡Qué requetebueno es este niño! Y el otro, como un tronco: ¡mírale! Ahí le tienes. Vamos bien…”. Y seguía y volvía a seguir.
—La bruja… Malérica… era, como ya habrás podido adivinar, la culpable de que Hanter y Gressel, nuestros regordetes amigos, hubieran perdido a su caballo Rayo. ¡No lo habían perdido en absoluto!: aquella bruja malvada lo tenía. El pobrecillo jamelgo, que es otro nombre para un caballo, ¿eh?, estaba muy triste en aquella cueva… Sí: estaba en lo más oscuro y hondo de una fría cueva... La verdad es que Hanter y Gressel ya habían pensado en esa posibilidad. Pero no sabían en qué cueva podía estar. Conocían todas las cuevas, así que sabían en qué cuevas cabía un caballo y en cuáles no. Eso era, naturalmente, una gran ventaja a la hora de buscar. Porque había en aquel prado… unas… doscientas cuevas —Ernesto, que quería confirmar su dato con la mirada de sorpresa de su nieto, vio que, de puro sueño, apenas se inmutaba; así que, en principio, le pareció un buen número de cuevas. Sin embargo, no se dio por vencido. Por algún motivo desconocido para un servidor, le pareció que convenía aclarar los conceptos antes de seguir adelante—. Unas doscientas, sí, aproximadamente. Cuevas diversas. No en todas cabía un caballo. En algunas, sí. En otras, apenas si entraba una ardilla o una rata. Una gran rata, no, por supuesto. Así que… si descartamos aquellas en las que no cabría ni una gran rata ni una ardilla, y dejamos también atrás las cuevas donde jamás podría meterse un dragón verde… nos quedan unas veintitrés o veinticinco. Eso ya es menos. Es más sencillo ahora, sin duda. Metamos en alguna de ellas a un caballo… bastante grande. ¿Era Rayo un buen caballo, un caballo grande y fuerte? —Ernesto levantó la vista y comprobó con cierta sorpresa que su nieto estaba durmiendo. Por entonces, imaginó, debía de llevar así un buen rato. “Pero no lo voy a dejar aquí. ¡Vaya que no!”, se dijo, contento por haber logrado el sueño de sus nietos con aquel cuento.
—¿Que si era fuerte el caballo? Esa pregunta no se hace, cariño. ¡Era el mejor caballo: grande, fuerte, veloz… y de crines siempre bien peinadas! ¿El mejo, abu? Sí, el mejor: Rayo.
—Papá… Están durmiendo —interrumpía su hijo—. Gracias.
—Ya. Están durmiendo. Lo he visto. Es que quería acabarlo…
Pero su hijo conocía bien a su padre, y sabía que, por no saber, quizás no recordaba ni qué cuento estaba contándoles.
—Pues acábalo, si quieres. Aunque es un poco tarde ya… —y entonces, Ernesto sabía que había llegado su salvación. A pesar de que apenas veía, hacía el gesto de mirar su reloj y se levantaba, con cara de pesadumbre por no haber llegado al final—. ¿Qué cuento era esta vez, papá?
—Era aquel de…
—Da igual, papá.
—¡No, no…, si esta vez me acuerdo! —decía Ernesto enfundándose el abrigo—. Era el de los caballos aquellos…
—Gracias, papá —sonreía su hijo. Y le daba un beso de despedida—. Nos vemos el domingo. ¿Paella?
—Paella, sí. Adiós.
De camino a casa, pensaba que cada vez le costaban menos aquellos miércoles; y se preguntaba si sería capaz de soportar dejar de ir cuando sus nietos crecieran.
 

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