Cena a oscuras

Cuento tontín

—A ver a qué hora vuelves, ¿eh?, que hoy es el día... —dijo Arantxa entre mordisco y mordisco de una manzana más hermosa que comestible.

Arantxa y Asier eran unos felices tortolitos que ese día celebraban su primer medio año de casados. Estaban acabando de desayunar.

—Ya, ya... —murmuraba Asier sin prestar mucha atención ni a su mujer, ni a lo que él mismo hacía: empuñar una barra de pan como si de una espada se tratara—. ¿Sabías que hoy —y daba un mandoble al aire— acabaré mi artículo —y otro sablazo— sobre Lupo Protospatario..?

Es más que posible que el lector no sepa quién es el tal Lupo Protospatario. Que no tenga ni la más remota idea, vamos. Pero su mujer sí lo sabía: más por repetición e interés que por formación académica.

—¿Ah, sí? —respondió Arantxa fingiendo sorpresa, y con cierto alivio—. Me alegro. Por fin el buen Lupus Protospatarius Barensis tendrá el lugar que merece en las bibliotecas. Ni que sea... ¿Murió en 1103, no?

—1102, cariño.

—Eso. Pues..., ni que sea diez siglos más tarde. La gente conocerá por fin al reputado autor del Rerum in Regno Neapolitano Gestarum Breve Chronicon.

—Cariño, ¡qué grande eres! —la barra de pan se había partido por la mitad ya, pero Asier seguía dando estacadas a no se sabe quién.

—Y así, su precisa historia del Mezzogiorno italiano... —Época de vital importancia situada entre el año 805 y el 1102...

—...estará en boca de todos, y tu estudio, en todas las mesitas de noche de quienes quieran estar al día de los estudios históricos más desarrollados.

Asier se detuvo de golpe. Parecía impresionado. Lo estaba: 

—Ni yo lo habría dicho mejor, cariño.

—Gracias, monada —dijo, ya más tranquila—. ¿Te vas a acordar de qué pasa hoy y de qué vamos a hacer para celebrarlo?

—Bueno... Supongo que todavía no podré traer el artículo a casa.

—¡Asier, por el amor de Dios! Hoy es nuestro primer medio año de casados.

—Ah...

—¿Te has acordado de llamar al restaurante y hacer la reserva de...? —preguntó. La cara de su marido respondió antes que no. Era un no evidente. Asier dejó la barra de pan en una mesa. Iba a pedir perdón, pero Arantxa siguió hablando—. Da igual: yo sí. Imaginé, no sé por qué, que te ibas a olvidar.

—Yo... —balbuceó Asier.

—Tú, sí. No pasa nada, cariño. Anda —dijo, entregándole de nuevo la barra de pan que su marido había usado de espada—, acaba con nuestro amigo Lupus.

—Cariño...

—Tranquilo, monín. A lo tuyo. Estate allí a las nueve menos cuarto. Tenemos mesa a las nueve en punto. Un beso, tontito.

Y tras el portazo de Asier, Arantxa acabó su café, se lavó los dientes, metió su portátil en la funda, y se dirigió a su trabajo, mientras pensaba en su marido y su espada de pan con una sonrisa en la boca.

Arantxa era por aquellos entonces una flamante empleada de GoLow, una modesta empresa de márquetin. Su contrato le permitía trabajar en casa algunos días, pero prefería ir a la oficina, a cinco minutos del modesto apartamento en que vivían desde hacía medio año exacto. (Un apartamento que se les iría quedando pequeño en pocos meses. Pero no es este el tema del relato, por bonito que sea tener un hijo. Una hija, en concreto.)

Al entrar Arantxa en su despacho, le vino a la mente, como un rayo, instantáneo y luminoso a la vez, una idea sencillísima, que formuló más o menos así: “Ni siquiera se acordaba del día, ¿cómo va a recordar el nombre del restaurante y la dirección? Lo más sencillo será que le llame”.

—Hola, ¿puedo hablar con Lupus Protospatarius? —¿Perdone? ¿Qué broma es esta? ¿Se puede saber de dónde llama?

—Asier, monín. Soy yo, Arantxa.

—¡Ah! —dijo, tras un segundo de vacilación—. ¡Perdona, cariño! He cogido el teléfono sin mirar quién era. Estoy acabando el artículo ya. Y no quería distraerme y...

—Oye, guapura.

—Dime... 

Arantxa no tenía un pelo de tonta. Ni de sorda. Y oía perfectamente el repicar de los dedos sobre el teclado. 

—Asier, majo: deja de teclear y escúchame una cosa.

—Dime. Perdona, cariño.

—¿A qué hora hemos quedado? 

—A qué hora hemos quedado, ¿a qué?

—A cenar. Hoy es...

—Lo recuerdo, cariño: hoy es el día del medio año. Lo sé. ¿Con quién hemos quedado?

—Con nosotros, monín. Vamos a comer a un restaurante. 

—Correcto. A las nueve menos cuarto, allí. Tenemos mesa a las nueve. ¿Mejoro, eh? —dijo, en un intento de arreglar las cosas.

—¿En qué restaurante?

—En el restaurante, claro. ¿En cuál va a ser, si no?

—En ese, sí. ¿En cuál? 

—Vale. No me acuerdo. Dime —dijo, mientras empezaba a teclear otra vez.

—Tontín, deja de escribir. En el Pretus. Una cena a oscuras, ¿recuerdas?

—Totalmente. Calle Renato Descartes esquina con Baruch Spinoza, los filósofos.

—Eso es. 

—Menudo par de cabezas, ¿eh?

—Ya —suspiró Arantxa, segura ya de que su marido iba a olvidarse—. Adiós, Lupus. No llegues tarde —y colgó. “Menudo par de cabezas, dice. ¡Anda que...! Tendré que enviarle un mensaje”, pensó, resignada.

***

Un guadsap: “Ya llego”.

“¡Bueno!”, se dijo Arantxa, que llevaba siete minutos esperando en la entrada del Pretus, en la puerta misma. “Una respuesta. Ya es eso. Y habrá visto a qué hora se lo he enviado. O no. Posiblemente, no. Y eso va a requerir que...”.

Y otro mensaje: “¿Me cambio?”.

“Pues, hombre...”, se sonrió, “a estas horas... ya casi que vengas... Pero así vamos a dar la nota...”. Efectivamente, Arantxa se había puesto hasta los pendientes de gala. “Clarito, tontín. Ponte guapo”, tecleó.

***

Un segundo guadsap de “ya llego”.

Y otro: “no he encontrado el traje. Voy”. Arantxa no sabía si ponerse a reír o a temblaba. “¡Madre mía! Este es capaz de venir en chándal...”. Lo que sí hizo fue entrar y dar noticia de que estaban allí, y que en breve iban a entrar. “Por supuesto”, asintió el encargado del Pretus. “Faltaría más”, añadió Arantxa en su interior, “que para algo he pagado la reserva a precio de oro. ¡Qué deben de dar aquí! A ver si pronto lo vemos...”.

No es que Arantxa fuera ingenua. O que no conociera a Asier, su marido. La cosa es que lo conocía, y sabía que aquel hombre capaz de decir de memoria las palabras del prólogo de Menéndez Pidal a todos los libros de no sé sabe quién, no recordaba dónde estaba el traje; ni dónde, el restaurante; ni siquiera, que su mujer se lo había escrito en un guadsap: tardó lo suyo en caer en la cuenta; ni, por no recordar, dónde estaban las llaves del coche con el que había ido a casa a cambiarse. Y el bueno de Asier llegó a la entrada del restaurante en taxi, en tejanos, y sudadera, y, ¡faltaría más!, una hora y doce minutos más tarde.

Arantxa, loca de risa, no podía parar de reír al verle salir del taxi vestido como estaba. Ni quería. Sólo la precipitación con que Asier salió del coche con algo en la mano detuvo sus carcajadas, que se redoblaron al comprobar de qué se trataba. Así es: el artículo de Lupo Protospatario.

—¡Lo tengo! —fueron sus primeros gritos.

—Muy bien, monín —respondió Arantxa, secándose las lágrimas de la risa—. Eres lo que no hay.

—Ha salido bien, ya verás. ¿Entramos?

Cuando Arantxa pudo parar de reír, le explicó que las reservas duraban una hora, y que había batido récords al respecto. Y que no había tu tía. Y que el Pretus era una cosa seria, como su trabajo.

Asier no sabía dónde mirar. Pidió perdón a su incomparable mujer y, como pudo, le contó lo que el lector ya sabe: que no encontraba su ropa y que, probablemente, algún día perdería su cabeza. Pero era ya cosa sin solución: no había sitio en el restaurante de cenas a oscuras. —Podemos... Podemos fundir los fusibles del Burger... — acertó a decir Asier.

—Ya. 

—Estás guapísima, por cierto.

—Y tú, tontín. Anda, vamos.

Y así fue como Arantxa y Asier celebraron, enamoradísimos, su primer medio cumpleaños de casados en una hamburguesería grasienta y repleta de gente.

Queda por explicar la singular recepción que les brindó la gente al ver el contraste de ropas y, sobre todo, al comprobar que Asier no era capaz de hablar de Lupo Protospatario sentadito en su silla y en un tono de voz normal. Pero no se dará tal explicación. Porque a ellos les importó un pimiento. Y a mí.


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