Así será (relato)


De aquí a media hora —treinta y dos minutos con trece segundos, para ser exactos—, sonará el despertador, y él hará el gesto de levantarse. Su brazo, pesado como una maza, caerá sin proporción alguna sobre el gallo mecánico. Pero será algo más tarde cuando por fin salga de la cama. 

—La pereza.

Sí. Acabará saliendo, ya lo verás. Estará sentado un rato, intentando abrir los ojos el tiempo necesario para ver dónde ha puesto sus zapatillas. Luego, como una momia que bostezase, meditará si es preciso afeitarse. Sus ojos, frente al espejo, no verán nada todavía, así que se palpará la cara con patoso cuidado. “Un pelo o dos”, pensará tras un examen más que suficiente. “Nada. Ya mañana, si eso…”. Y concluirá así que tampoco hoy tiene que afeitarse. Y no le faltará razón. 

Más tarde, rodeado de un silencio inusual, entrará en la cocina como por intuición. Desayunará unas tostaditas y algo de leche: de la poca que quedará en la nevera, la que no haya tirado fuera del tazón al servirse. Realmente, le espera un día duro: no está durmiendo muy bien esta noche. De hecho, pensará en varias ocasiones —al coger el ascensor y equivocarse de botón, entre otras— lo que tantas veces le dice su madre con voz comprensiva: “ya recuperarás esta noche”. Y se distraerá argumentando y convenciéndose a sí mismo que no, que lo importante es recuperar durante el día. Con una buena siesta, por ejemplo. Eso, sin embargo, será un rato después. 

El café soluble, que no le gusta, será la única opción para su espartano desayuno: su hermana, adolescente perdida, ha empezado a tomar del normal. Y se lo habrá acabado. Todo a escondidas, por supuesto. “Esa tontaina”, se dirá con una medio sonrisa cansina. La frase quedará inacabada hasta que añada un fraternal “que si me pongo yo a comerme sus cereales Special K anti gorduras y michelín… La que se lía. No tiene remedio. Ojalá se le pase la pavez cuanto antes…”.

Sentado, en la cocina, apurará la tostada con mantequilla…

—¡Ojo, que se mueve!

No interrumpas, chaval. Todavía le queda un rato. Tú también te mueves al dormir. Es algo natural: está durmiendo, no muerto.

 Ya me he perdido.

—La mantequilla…

Eso. Apurará, con sueño más que con calma, la tostada con mantequilla y azúcar, uno de sus desayunos preferidos desde que su abuelo le enseñara ese pequeño placer, tan barato. Abuelo al que, por cierto, recordará con ilusión mientras, con la mirada fija y perdida, observa cómo caen sobre la segunda tostada los diminutos granos de azúcar, cada uno a su aire, sin orden aparente…

Sus pulgares, como por arte de magia, echarán en falta entonces al móvil, que descansa tranquilamente en la pica del lavabo, con la música a media voz. “Bridge over troubled water”. Entre tarareos más bien malos, intentará traducir la última parte de la canción. Comprobará una vez más que no se la sabe y, de pura pereza, desechará la incipiente idea de buscarla en internet. “Suda”, será la palabra exacta. Y seguirá tarareando, mientras se pregunta cómo narices llega el viejo de Paul Simon a esas notas, que siempre le han parecido tan agudas. Durante el último sorbo de leche, aproximadamente, concluirá algo que hace justicia al cantante: “Tiene mérito, el viejo”. Y no le faltará razón.

Más tarde, después de considerar que colocar el nórdico así es la única manera aceptable de hacer una cama, caerá en la cuenta. Por fin. Sí, aún en pijama. Y sin ducharse. Sí, con los morros llenos de migajas de pan untado con mantequilla y azúcar. Lo verá con sus propios ojos: el reloj y la hora. 

Con una desesperación inconscientemente fingida, pensará para sus adentros que es tarde, que la situación es grave, y que cómo ha llegado a esos extremos en un día como hoy. Eso pensará. Y estará en un tris de decirlo en voz alta. 

Oirá pasos en el techo: el vecino, que saldrá corriendo. Y un bocinazo, cuyo autor será desconocido para él: la mujer del vecino, que le avisará desde abajo mientras el conductor del coche de atrás le mira con malas palabras entre los dientes. Oirá también el portazo del vecino. 

Dudará un breve instante —mientras los pasos y el portazo, más o menos— si ducharse o salir de casa sin más. Una breve pero útil ojeada al espejo de la sala de estar le susurrará la respuesta correcta: “esos pelos de cavernícola estresado todavía no son moda oficial. Merecen una capa de jabón y un cepillado…”. Gastará unos pocos minutos con las más estúpidas consideraciones sobre su guapura y molez —dos de sus palabras preferidas, tanto como inventadas. Palabras a las acompañará su ronca voz, que gritará sin vergüenza alguna desde la ducha las exquisitas notas de “Bridge over troubled water”. No le vendría mal un poco de esa vergüenza, sin duda. 

Naturalmente, la temperatura del agua no bajará de los 25 grados, “no sea que haya poco vaho”, llegará a medio pensar. Y de la canción de Paul Simon pasará a otras locuras discotequeras, con sus siempre pegadizos y tan originales como interesantes “na, na, ná… na, na, na, na, ná...” y “ta, ta, tá… ta, ta, ta, ta, tá…”. Y demás lindezas.

Ya aseado y acabada la sarta de insultos al aire, lógicamente motivada por la búsqueda de los calcetines en la selva de ropa de su habitación, saldrá con paso firme a la calle. Y volverá a entrar en casa un par de veces: para recoger sus apuntes, y para sacar de la nevera su bocadillo. En su mente, todavía dormida, verá aparecer con total claridad la cara de su padre: “Un día te dejarás la cabeza”. Con un “ya te digo” despachará el asunto de consciencia. Y no le faltará razón. 

(Dicho sea de paso, el olvido del bocadillo habrá sido providencial: un coche le habría atropellado al salir de casa. Cuando por fin salga a la calle, podrá sin darle especial importancia, verlo a su derecha, esperando en el semáforo rojo. “Un bonito carro”, podrá pensar. Pero no lo hará.)

 

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