Palabras, palabras, palabras...

Mejor será que lo diga Shakespeare, que lo dirá mejor. Así que dejemos que sea el mismo Hamlet quien empiece. En la Escena VII del acto II, a una pregunta de Polonio sobre qué cosa lee, responde con su famoso: 
Palabras, palabras, palabras. 
¿A qué viene eso? 
Poco a poco. A los padres y los que, en general, nos dedicamos a la educación, nos conviene no perder de vista que Hamlet acertaba. 
Es sabido que al bueno del príncipe de Dinamarca le toman por loco. En esa misma escena, le envían a dos amigos para cerciorarse de que lo está, y él les desenmascara en sus turbios propósitos. Venían como mandados: siendo falsos. Sus palabras —todo el artificial ambiente generado a su alrededor— eran hipócritas: desleales e insinceras. 

Los hombres inventamos las palabras para decir cosas: para señalar partes del mundo exterior, sin duda. Pero también para expresar nuestro mundo interior. Y la mentira es la palabra que no corresponde a ese mudo exterior, aunque lo crea uno: la simulación. 
Aquí llegamos al punto:
Si la palabra amor sale muchas veces de la boca, sin estar respaldada con pequeños sacrificios, llega a cansar. 
Así lo dice san Josemaría, en el punto 979 de Surco, un libro sobre espiritualidad católica
¡Cuántas veces se dice "perdona" o "te quiero"! Y es bueno que sea así: las miradas hablan, pero a veces no está de más que sea la voz quien lo haga... siempre que sea lo que se quiere decir. Pero sin son solamente palabras, palabras, palabras... mal asunto. Porque tantas veces pueden serlo.
Y aquí está la gracia y desgracia de ser hombres: en el hecho de que somos libres y no tenemos telepatía. No sabemos si uno miente. Hay que fiarse. En eso —y en más— consiste el amor. Existe, como me decía un alumno ayer, una especie de guerra entre los mundos interiores y exteriores. Increíble pensamiento. Y certísimo.  

Por todo lo dicho, hay personas absolutamente pesimistas: "nunca cambiarás".
Hay un matiz. No todo son palabras siempre. Puede uno cambiar, mejorar: reconvertirse. Dejar de decir las cosas por decirlas, y empezar a pretender lo que se dice: querer decir precisamente lo que se dice al hablar. 
Conviene mucho saber que la adolescencia es la edad de decidir cómo va a ser uno. Y a eso se comienza de algún modo. Es decir, que el "perdona, no lo haré más" puede ser verdad una vez. Y hay que estar atento a cuando lo sea. 
Pero no es adolescencia toda la vida. A los 30, se presupone que tus palabras valen, que no son solo palabras. Sobre esto, algo dijimos en este sitio.

Por eso está bien visto ser un hombre de palabra y es pésimo ser lo contrario. 

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