¡Feliz (y musical, ¿por qué no?) Navidad!

Esa imagen me la envió el otro día un gran amigo (y excelente músico). Simpática. Divertida. Y provocativa. 

Es genial ver a María en el teclado y a José en la voz, en el sello navideño de este año.

Lo mejor es que es una broma. O lo peor, según cómo se mire: según el nivel de conocimiento que se tenga de la Navidad. (Otra vez la Navidad en el blog, sí). 

Porque, sin saber nada, es más que plausible la explicación que se da: un concierto mínimo y nocturno bajo las estrellas. Una tal María y José en el teclado y la voz. 
—Y cantando villancicos —añadiría el analfabeto religioso.
—Y con escaso público: un mero fotógrafo —quizás puntualizaría un pesimista cariñoso.

Bien.
Ya tiene su primera trampa el hecho de que use los nombres adecuados: María y José. 
Alguien absolutamente despistado no pillaría el porqué de esos nombres. No entendería para nada el chiste. 

Lo malo sería hacer el reduccionismo y creérselo. No recordar que el cristianismo, culpable de que esta temporada sea festiva y llena de luces y regalos (eso trajeron los Reyes o Magos), explica que todo empezó así: en un anónimo y oscuro establo de Belén. En un pesebre, lugar apto para la comida de los animales, nació el que sería, como dirán con atrevimiento y exactitud teológica tantos santos, la comida de los hombres: Jesús. Dios hecho hombre, encarnado, Dios-con-nosotros. Y eso, confirmado por el mismo Niño, ya crecido y barbudo: "Yo soy el pan de vida" y  "Quien coma de este pan no morirá para siempre".

Se acabó para siempre la soledad del hombre; la lejanía de ese dios todocruel e inmisericorde de otras tradiciones. Se esfumó en la niebla de los siglos la tontería —lo será ya— de considerar al hombre como alguien arrojado a la existencia más vacía y llena de sinsentido. Todo un Dios se preocupa de cada uno: no una fuerza cósmica. Una Persona que, hecha hombre, sabrá en sus propias carnes a qué sabe el pan, y el sueño y el dolor y la soledad... y la alegría de saberse querido por una madre y un padre. Y qué dulce es que tu propia madre te limpie las lágrimas, y que tu padre te abrace con todas sus fuerzas; o te peine, aplastándote las mejillas con sus manos poderosas. Y así será omnicomprensivo y lleno de misericordia, capaz de comprendernos de cabo a rabo. Uno a uno. Y será capaz de darle la vuelta a todo y otorgar a lo feo y malo un nuevo significado, costumbre que adquirió desde chico y perfeccionó al final de su vida: un pesebre pasó a ser un trono, igual que el madero en forma de cruz que fue patíbulo y vergüenza hasta entonces, hasta que Él subió.

Y empezó la época (antes de Cristo y después de Cristo no son, ¡ni mucho menos!, lo mismo) de la luz y la alegría interior. No de la loca carcajada solamente, sino del contento profundo, fundamento a la vez de la risa sabrosa y de la sonrisa comedida, igual de luminosa. Y del dolor con sentido y, por eso, consentido.  Y hasta buscado por algunos de los que más cerca de Él estén ("quien pueda, que lo entienda", dirá ese Niño cuando se haga mayor). 
Y los hombres de todo el mundo cristiano se apresurarán (es un decir: el arte lleva su tiempo) a mostrar al mundo la parte del Misterio que han entendido, llenos de alegría. Y cantarán..., y con razón, según Benedicto XVI:
Lucas no dice que los ángeles cantaran. Él escribe muy sobriamente: el ejército celestial alababa a Dios diciendo: «Gloria a Dios en el cielo... » (Lc 2,13s). Pero los hombres siempre han sabido que el hablar de los ángeles es diferente al de los hombres; que precisamente esta noche del mensaje gozoso ha sido un canto en el que ha brillado la gloria sublime de Dios. Por eso, este canto de los ángeles ha sido percibido desde el principio como música que viene de Dios, más aún, como invitación a unirse al canto, a la alegría del corazón por ser amados por Dios. Cantare amantis est, dice san Agustín: cantar es propio de quien ama. Así, a lo largo de los siglos, el canto de los ángeles se ha convertido siempre en un nuevo canto de amor y alegría, un canto de los que aman. En esta hora, nosotros nos asociamos llenos de gratitud a este cantar de todos los siglos, que une cielo y tierra, ángeles y hombres. Sí, te damos gracias por tu gloria inmensa. Te damos gracias por tu amor. Haz que seamos cada vez más personas que aman contigo y, por tanto, personas de paz. Amén.
Por eso se llamará a este tiempo "el más maravilloso de todo el año" y se harán discos tan increíbles como este que ahora quiero recomendar: aquí y aquí. Y tantos otros, que el lector puede buscar. 
Por eso se cantan villancicos en este tiempo. Y se reza cantando con ellos. O sin cantarlos, pensando qué se dice y a Quién o quiénes. Y así pasa uno un ratillo delante de su Pesebre, que ha montado con sus familiares. 
Aquí añado una foto parcial del de mi casa, a medio hacer aún. La gallina... bien puede representarnos a cada uno: bien cerca de Jesús, lejos de nuestros miedos más inconfesados. 

—No pinta nada esa gallina ahí —dirá el científico de la fe, de la poca que le quede, con esa actitud tan fría, racionalista y numérica.

Pero es que esa es precisamente la gracia: que no pintamos nada en la vida divina, pero Dios se ha rebajado para elevarnos. Ahora sí pintamos: somos hijos. Herederos. Coherederos. Todo eso han dicho una y otra vez los santos de todos los tiempos. Y se repite en la Misa, para mayor recuerdo, al mezclar esas pocas gotas agua humana con el vino, humano también, que será la Sangre de Cristo:  
“El agua unida al vino sea signo de nuestra participación en la vida divina de Quien ha querido compartir nuestra condición humana” (en la Navidad). 
Ya se ve que la gallina es un buen signo de algo mucho mayor, hecho mayor por el Mayor de los Mayores. 

Feo es que lo diga yo. Y precioso es que lo escriba alguien de modo tan increíble como Miguel d'Ors, un poeta vivo y coleante. Aquí añado, sin más preámbulos, su teológica poesía sobre el papel de los animales, escrita en Sol de noviembre:

UN MINUTO DE TEOZOOLOGÍA
                (Navidad)

A D. Joaquín Antonio Peñalosa,
ahora más vivo. Ora pro nobis.


El Ángel del Señor le interrumpió a María
la costura rezada, y en nombre de Dios Hijo
solicitó su ayuda para la Redención.
Ella dijo “Sí, quiero” (como se ve en Fra Angelico)
y aquel sí de la niña inauguraba el Cielo.

Pero también José –un alma de agua fresca
oculta tras los callos y los golpes de escoplo–
tuvo su parte en esto. ¿Qué hubiera sucedido
si, atontado y confuso como estaba, no hubiera
preferido la voz de un ángel –¡y soñado!–
a la experiencia, el buen sentido, etcétera,
como todos nosotros?
                                 Dios no hubiera nacido
en el establo. Punto.
                                 Pero, con mi respeto
para la Teología, aquí no acaba todo;
aquí falta un minuto de lo que se debiera,
con todo mi respeto, llamar Teozoología.

Sí, que al buey y a la mula que allí estaban, oscuros,
alguien debió de darles también algún aviso,
pues ya veis –caso raro de veras– que, en lugar
de alborotarse trompicando en la penumbra,
todo pezuñas, costaladas y bufidos,
ante aquella invasión de su tibio descanso,
se quedaron echados, rindieron los testuces
y con algo que era casi amor, enfocaron
el vaho de sus morros hacia aquel puñadito
de carne sonrosada y llorona.
                                         Si pienso
qué hubiera sucedido si a Dios aquella noche
le faltara aquel aliento, que fue como una manta
de ternura gaseosa; lo distinta que pudo
haber sido la vida de los hombres,
                                        concluyo
que la mula y el buey –benditos para siempre
ellos y sus estirpes–, a su modo, sabían
lo que estaban haciendo. Lo que estaba naciendo.




Todo empezó en Belén. 
Vamos a celebrarlo, ¡nunca mejor dicho!, como Dios manda.







Por si alguien quiere leer otras cosas sobre la Navidad, aquí, las otras que Benedicto XVI, con sus delicadas mente y pluma escribieron. 


Comentarios