Fácil, fácil, lo que es fácil...

“Easy”, fácil o sencillo, en inglés. Parece poco arriesgado asegurar que el hombre tiende en su progreso a descubrir lo sencillo. Y a eso le llamamos éxito. Se busca encontrar lo sencillo con todas las fuerzas. Para eso nos entrenan desde que nacemos, podría decirse. Pero sería, si se dijera, una equivocación.
Si en algo están de acuerdo los educadores hoy día es en que lo que pueda ser sencillo, debe serlo. Pero –y esto está implícito en el razonamiento– nada puede intentar convertirse en simple si no es en apariencia complicado. Es decir, sólo lo difícil es susceptible de volverse sencillo. Eso para empezar. 
Pero hay más, porque hay cosas que no son sencillas en absoluto. No es que no parezcan sencillas, es que no lo son: ni son fáciles, ni pueden serlo. Y, casualmente, son las actividades o ámbitos más propiamente humanos. El amor, por ejemplo. O el trabajo. Ya tenemos aquí otra vez a esa pareja: está claro que, hablando de educación en la familia, estos dos son campos de especial relevancia.

Nuestra generación –la suya, la de los chicos, si se quiere– se ha llegado a definir como la generación del botón. “Para la actividad cuatro, aprieta la flecha. Si tienes problemas, dale a la tecla Escape”, etc. Eso esconde, tras un gesto digital, un gran montón de trabajo. Y es perjudicial hacer que el chico pase por ahí sin darse cuenta de ese esfuerzo. La vida no es sencilla: es compleja. El amor no es sencillo, porque entran en juego dos personas, y una sola ya es difícil. El trabajo, intelectual o manual, no es sencillo, y no me refiero ahora a si es duro. Digo complicado, no simple, no fácil. Hay años de estudio tras algo tan fácil de memorizar como “fuerza, igual a masa por aceleración”. Que le pregunten a Newton.
No se trata, por supuesto, de volver a las cuevas prehistóricas, sino de tener en mente de nuevo el “no sólo y no siempre”: no conviene buscar sólo lo fácil, ni siempre es bueno que sea fácil, por más que desde Descartes, como mínimo, se opinó que sí, como se lee aquí:
"Por método entiendo unas reglas ciertas y fáciles cuya exacta observancia permite que no se tome nunca lo verdadero como falso y que, sin gastar inútilmente ningún esfuerzo de inteligencia, se llegue, mediante un crecimiento del saber por un progreso continuo, al verdadero conocimiento de todo lo que se pueda conocer." (René,  Reglas para la dirección del ingenio (Regulae ad directionem ingenii), IV, AT, X, pp.371-372.)
Como pauta educativa posible, puede tenerse en cuenta la bondad de hacer ver a los hijos el trasfondo de las acciones propias y ajenas. Hacer caer a los niños en la dificultad que hay detrás de un invento cualquiera: un interruptor, un libro, una casa… 
Si son mayores, en lo complicado que es formular una teoría matemática, o del tipo que sea. Sirve, y mucho porque es la realidad, intentar que no se conformen con la superficie del conocimiento: las opiniones simples, sin datos contrastados, etc.
O en lo penoso que resulta en ocasiones el propio trabajo, con sus más y sus menos. O el hecho tan lamentablemente actual de no tenerlo.
O hacerles pensar en la dificultad que tienen para entenderse a ellos mismos y los móbiles de sus acciones. Sin ser pesimistas, vale la pena hacerles pensar –ante tragedias personales como las que se ven en la televisión, por ejemplo–, en que un hombre no es tan sencillo como una máquina de refrescos. No es tan simple como apretar y que caiga la bebida. Ante la muerte de un ser querido, no tenemos un botón que apretar; no se trata, tampoco, de acudir a la Wikipedia.
No somos tan sencillos. 

(A la legua se ve que todo lo anterior es un fragmento de un libro. Aquí está. Ojalá lo compres, si te ha interesado.)

Aquí añadimos ahora un párrafo. 
Tampoco la relación con Dios es fácil. No entra en esa categoría. Como tantas otras cosas. El azul, ¿es fácil?

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