Los demás y el diálogo: los excrementos de perro como metáfora (!)

Espero que el atento lector me perdone la escatología del título e incluso de la metáfora. He intentado escoger una imagen simpática, eso sí.

Resulta que esta mañana, mientras paseaba fumándome un cigarro después del desayuno, me he dado cuenta de que, ¡horror!, en la calle había algún que otro chusco canino. Con gran soltura, guiado de una visión todavía no lo suficientemente cansada para ello, he ido evitándolos, uno a uno. Y, añadiré, para enfado de algunos, que lo he hecho sonriendo: "¡Bien! Por fin alguna caca de perro en mi camino!". Y, después de esta pequeña concesión al surrealismo, he pensado en la metáfora que ahora expongo aquí, sucintamente. 

Resulta bastante obvio que, en una calle cargada de minas animales, quien no mira por donde pisa acaba ensuciándose las suelas de los zapatos. Cosa molesta, qué duda cabe. La civilización ha mejorado algo intentando concienciar a los amos de los perros de que conviene no dejarles deponer en cualquier modo y lugar. Por limpieza, únicamente. Excesivo me parece a mí lo de recogerlas, pero eso son otros peras de otro peral. 
Obvio es lo dicho, me parece. Tiene suerte quien no pisa en mal lugar en esa situación. 

Pues bien, sigamos. 
Las calles de antaño, relativamente sucias de restos alimenticios de perrillo, generaban en los viandantes una capacidad buena de observación del medio. "Atento", parecían decirle las madres a los chiquillos, "que ahí hay un regalillo". Y lo esquivabas. Y ahí acababa el asunto: con el eslálom de madre e hijo y con el refuerzo de la capacidad de observación del personajillo. 

Apliquemos esto ahora a la vida de los hombres. En algo tan complejo como el diálogo. Y lo mismo valdría en un ámbito más genérico: en el trato con los demás. ¿Qué pasa si no estás pendiente de que no vives solo, de que en el mundo hay más ombligos que el tuyo? Que, sin darte cuenta, te metes de lleno en la peligrosa posibilidad de pisarlos. Ya no físicamente, que también, sino emocionalmente. O en las conversaciones. El diálogo, sí. ¿Cómo conducimos? ¿Cómo son las tertulias radiofónicas? ¿Y las conversaciones en casa? ¿Dejamos hablar? ¿Nos damos cuenta de que ahí, delante de nuestras narices (o bajo nuestra bota imperiosa, o nuestra mente privilegiada, o nuestra hinchada opinión) hay otra persona? 

Parece que deberíamos parar un poco, desinflar los egos, frenar, y observar a nuestro alrededor. Quizás veremos entonces que hay alguien, querido incluso, que no tiene tiempo de hablar con nosotros, porque no se lo damos. O porque se lo damos a nuestra manera: sin escuchar. 

Acabo con dos citas de gente entendida. 

Quizás sirva ver cómo lo dice Shakespeare en Coriolano, es obra "menor". (Me río yo de esos "menores"). Un ciudadano que se queja sin escuchar a otro. Y comenta:  
 "Bueno, la oiré, pues, señor; pero no debéis esperar que un cuento acalle nuestras exigencias. Si eso puede complaceros, contad en buena hora". 
Traducción: habla, que me da igual: no te escucho, apenas si te oigo. 

"Si nos preocupamos demasiado de nosotros mismos, no nos quedará tiempo para los demás", 
decía, de otro modo, la Madre Teresa. 
Y añade, en otro lugar, 
"Hoy todo el mundo da la impresión de andar acelerado. Nadie parece tener tiempo para los demás: los hijos para sus padres, los padres para sus hijos, los esposos el uno para el otro. La paz mundial empieza a quebrarse en el interior de los propios hogares".

Todo eso, gracias a los perros.

Comentarios

Aeduh ha dicho que…
Solo hay una forma de desinflar el ego, de forma efectiva, pero por lo que veo hay que esperar a que deje de ser tabú o algo así