Lecciones (que podemos aprender) del Coronavirus (III): la familia importa... mucho

En este singular post, voy a mezclar tres cosas que no tenía previsto unir: la foto de la alfombra, el texto y la situación actual que estamos viviendo por el coronavirus. Por pasos.

Debido al virus (cacofonía al canto: léela en voz alta sin sonreír, si puedes), en España estamos confinados. Estas letras se escriben en Barcelona, en el barrio de Gracia; y gracias a Dios, desde una terraza soleada. Hay quien no la tiene. A lo lejos se ve el mar,  y la Sagrada Familia, y aquel otro edificio modernamente horrible, u horriblemente moderno.

Pero hace sale unos pocos días, antes de todo, fui al osteópata, a que me crujiera la espalda. Casi siempre pasa lo mismo: subo en ascensor, y bajo a pie. En la escalera me paré y vi ese feliz felpudo. Me paré y le tomé una foto, porque me pareció una definición muy bonita de qué es un hogar: mi lugar feliz. 
Ya dijimos algo en este lugar sobre las diferencia entre casa (edificio) y hogar. Muchos no tienen hogar, sino casa. Otros, mucho también, no tienen ni casa. Es más pobreza lo primero, aunque todas habría que remediarlas. 

Quisiera decir dos cosas sobre la familia, sobre el hogar, por abundar a lo ya dicho.  

La primera: el hogar es mi lugar feliz. Segunda: feliz no es, necesariamente y siempre, lugar donde la carcajada empapa las paredes. Hay risas. Y sonrisas. Y llanto. Y gritos. 

A por la primera: 
En 60 páginas habré acabado "El adolescente", un libro de Dostoievsky. Por si no era obvio, diré que me ha encantado. Podría subrayar muchas páginas enteras, muchas descripciones, muchos diálogos o monólogos, incluso –dicen que suelen ser los mejores en los rusos– los interiores. Pero me he quedado con este. 
—Tú, mi querido Arcadio, no debes enfadarte con nosotros; personas inteligentes las encontrarás a montones, pero, ¿quién te querrá si no estamos nosotros?
—Precisamente por eso el cariño de los padres es inmoral, mamá: es una cosa inmerecida. Y el cariño debe ser merecido.
–Ya te lo merecerás más tarde; mientras tanto, se te quiere gratis.
Luego sacará cada uno jugo a este texto.
Aquí, la segunda empieza: no es todo risa fácil, en casa. Hay riñas. Debe haberlas, aunque es mejor que sean moderadas y a la cara, que torpes y a chillidos y almacenadas y dejadas de golpe, casi escupidas. Las riñas, como el alcohol: en pequeñas cantidades. 
Para esto, sigamos con El adolescente: 
O te quieren gratis, o más bien te quieren venciendo su repugnancia
Así le dice, unas líneas más adelante, Tatiana Pavlovna. En eso consiste también el amor: en amar los defectos de los seres queridos, sus imperfecciones. Las que puedan cambiarse, se cambian. Las demás, se aceptan. Como tenemos tiempo, voy a contar un chiste al respecto. 
Había en cierto barrio una señora mayor —¡llamad a vuestros mayores estos días!: una idea importante que me recordó una madre— que siempre hablaba bien de las personas. Nadie la había visto jamás decir cosa mala de nadie. Y resultó que llegó al barrio un ladrón muy hábil y muy descarado: antes de robar, avisaba a las víctimas... ¡silbando una melodía! Aún así, llevaba en activo varias semanas y todavía no le habían atrapado. Al cabo de un mes, le sorprendieron y, en un intento de huida, fue disparado y murió. (Es un chiste, ¿eh?). Todo el barrió suspiró por fin aliviado. Al día siguiente, el suceso estaba en boca de todos, naturalmente. "Ya era hora", decían unos. "Por fin le hemos detenido", celebraban otros. En estas, alguien pensó que era el momento agarrar en falso a nuestra abuela. Y fueron a verla, en corrillo. 
—¿Y qué, qué dices del ladrón? Por fin se ha muerto, verdad, el muy...
Ella, suspirando, se limitó a responderles:
—Pero ¡qué bien silbaba!, ¿no es cierto?
Hasta aquí el chiste, que tiene más de moralina que de otra cosa. No hace falta decir que si a un ladrón podemos sacarle cosas buenas, ¡cuánto más a alguien de nuestra casa!

Mucho mejor lo dice C. S. Lewis en "Los cuatro amores":
"A través de un caso extremo se puede ver lo difícil que es recibir y seguir recibiendo de otros un amor que no depende de nuestro propio atractivo. Suponga usted que es un hombre que, al poco tiempo de casarse, es atacado por una enfermedad incurable que, antes de que le mate, le deja durante muchos años inútil, imposibilitado para todo, y con aspecto espantoso y desagradable, teniendo además que depender de lo que su mujer gana; se ve usted empobrecido, cuando su ambición había sido la de enriquecerse; disminuido incluso intelectualmente, y sacudido por accesos de malhumor incontrolables y lleno de perentorias exigencias. Y supongamos que los cuidados y la piedad de su mujer son inagotables. El hombre que pueda asumir esto con buen ánimo, que pueda sin resentimiento recibirlo todo y no dar nada, que pueda abstenerse de decir esas pesadas frases sobre lo despreciable que es uno, que no son otra cosa que una petición de mimo y de seguridad, ese hombre estará haciendo algo que el amor-necesidad en su simple condición natural no podría hacer. (Sin duda aquella esposa estará llevando a cabo algo que también sobrepasa el alcance del amor dádiva, pero ahora no es ése nuestro tema.) En un caso como ése, recibir es más duro y tal vez más meritorio que dar; pero lo que ilustra este caso extremo es algo universal: que todos estamos recibiendo caridad. Hay algo en cada uno de nosotros que, de modo natural, no puede ser amado; no es culpa de nadie que eso no sea amado, porque sólo lo  que es amable puede ser amado naturalmente; pretender lo contrario sería lo mismo que pedirle a la gente que le guste el sabor a pan rancio o el ruido de un talador mecánico. Podemos ser perdonados, compadecidos y amados a pesar de todo, con caridad; pero no de otra manera."
Ya ha dejado de sorprenderme cómo la sabiduría popular –un chiste– y los clásicos se ponen de acuerdo, sean literatos o eruditos...

En resumen: se trata de, como siempre, tener presente la realidad de las cosas. Y, en este concreto caso, el hogar. Somos personas, con nuestras historias y nuestras histerias. Cariño y comprensión. Mucho, en estos días. ¿De qué sirve aplaudir a los médicos si luego insulto o chillo a mis niños o cónyuge (llevamos el mismo yugo... y más hoy)? Al menos, pidamos perdón después. 
Lo que no te mata, te engorda. Pues eso: a engordar en amor a los que tenemos más cerca. Ahora que no pueden irse. Estos días puede ser una gran escuela de amor, por cursi que suene eso. 

Por no acabar de modo tan solemne, dejo aquí este link a un tweet (diría que preparado) que me hizo reír un rato. 


PD: En el penúltimo enlace, el del yugo, se recomienda una película increíble, increíble. Muy, muy antigua, pero impresionante. Quizás más apropiada que nunca para nuestros días. Se llama...


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