Menos espejos y más retrovisores ("¡Miradme, malditos!")

Menos espejos y más retrovisores. 
Ese sería uno de mis deseos para el 2021. O, mejor todavía, para siempre, a partir de 2021. 
Por supuesto: es una metáfora. (Y mucho me temo que lo que va a leerse aquí hoy ya lo escribí de algún modo hace unos años. Aquí y aquí. Cómo pasa el tiempo, carallo).

El hecho es el siguiente: los espejos son esencialmente innecesarios. Por mucho que abunden más y crezcan en tamaño. 
Solo nos necesitamos para vernos. Es, de hecho, casi la única manera en que podemos vernos. Y eso los transforma en algo que hoy nos parece muy imprescindible. 
Por grandes que sean,  su objetivo no es ver a los demás. Para eso bastan los ojos. O los catalejos si uno está lejos. 
Nuestro amado siglo XXI es, ya como cliché, narcisista en grado sumo: "eyes on me, people". 
"¡Miradme, malditos!" sería un buen título para un libro al respecto. Lo voy a poner ahora mismo en el título del post, aunque ya se haya leído al llegar uno aquí. 

En positivo, sin embargo, es muy interesante todo este asunto.
Antes he escrito en negrita el "hoy" y el "casi" al explicar para qué sirve un espejo. Porque resulta que para eso —para vernos— están ni más ni menos que los demás. 
Dicen los personalistas (esos filósofos que centran su reflexión en la persona y sus características) que cada yo necesita un tú que le descubra su propio valor: que no estamos pensados para nosotros mismos, sino para salir; que una personalidad sana implica una autoestima sana, que se consiga en gran parte gracias al amor que el  prójimo le ha regalado a uno. Los demás son el espejo de uno: le sirven para verse... de modo indirecto y eficacísimo: irremplazable. 
"Eh, que eres así", nos dicen los demás. "Eh, que esto lo haces bien". O "Eh, que te queda bien esto".
La Biblia lo dice a su manera: "decid al justo que lo hace bien".... porque si no se lo dirá él mismo. En castellano se expresa con aquel simpático "no tener abuela". Porque, ¡ahí es nada!, el gratuito amor de los demás, que nos construye, es, además, ordenado: primero mis seres más cercanos. Mis padres. Y mis abuelos. Poco se ha ponderado quizás hasta ahora el increíble papel educativo de los abuelos. 
Conclusión fortísima y psicológicamente exacta: nadie se ve bien si alguien no se lo ha dicho. De modo que, ya adulto, se verá bien por mucho que se le diga —una moda tonta, un tonto amigo, un comentario superficial— que va la cosa mal. La autoestima empieza desde afuera, pasa por uno, y acaba saliendo de nuevo, para querer a otros.  
Todo esto sobre los espejos...

¿Y los retrovisores?
Mucho mejores que los espejos, precisamente por todo lo dicho hace segundos. 
El retrovisor y su uso es signo de madurez: mira lo que hay a tu alrededor, rey, que no vives solo. 
¡Cómo se nota en la gran ciudad que es Barcelona (a extensión me refiero ahora) quién lo usa y quién no!
Conducir es todo una odisea. Y usar el retrovisor, un acto de educación de los más fundamental. 
A la vida misma puede hacerse extensivo: mira a los que tienes alrededor. 
Hay un añadido simpático: usar el retrovisor como espejo. No es la idea. Véase la foto. 

Demos un último paso.
Se trata de combinar las dos cosas: yo y los demás. Yo para los demás. Yo gracias a los demás. Nosotros. Tú y yo. Ambas cosas. No solo los demás: eso no se puede. No es salud mental: no estamos pensados para los demás... sin nosotros mismos. Hay una sana autoestima. 
Viene aquí que ni pintado el anuncio de aquel conductor que llama a alguien para avisar de que llegará tarde porque está en un gran atasco. Y a la pregunta de si hay mucho coche, responde que no sabe, porque está delante de todo. Es un estúpido uso de los retrovisores. Por eso —si lo logra— hace gracia. El retrovisor sirve para mirar a los otros.

Comentarios