De mascarillas... y máscaras (y más cosas y personas)

¿Cuándo nos podremos quitar las mascarillas?
Pregunta no solo interesante, sino interesada. Mucho. Cualquiera puede leer artículos sobre el estrés que puede haber generado el uso de las mascarillas. Por la calidad del aire, por la constante incomodidad, por la sensación (y realidad, tantas veces) de falta de libertad de movimientos. Y demás. 

Pero, bien mirado, peor todavía es el uso de la máscara. 
¡Qué estresante es tener que ir todo el día con una máscara, con algo artificial que no eres tú y que uno, por motivos diversos, prefiere mostrar a los demás en lugar de su cara! Y donde se lee "cara", léase "personalidad", "actitud", "actuación", "manera de ser". 
Es más que interesante el origen etimológico de la palabra máscara, y la unión con la actuación mentirosa de uno mismo en un papel que no es. 

La palabra "Máscara" proviene del árabe, y hace referencia a los payasos, un tipo muy concreto de actores. Nuestra máscara viene, conceptualmente, del latín y el grigo:  de prósopon: lo que se añade delante de la cara... para tapar o para que resuene o suene más o del todo: persuene... Y de ahí personare.  
Solo queda añadir que el hipócrita es el actor griego, aquel que interpretaba a otro, el que actuaba bajo apariencia. Interesante etimología. Recomiendo echarle un vistazo.

¿Y en qué consiste quitarse es máscara, si es posible? En actuar de uno mismo en todo lugar y circunstancia. La adolescencia es la edad en que uno, por así decir, aprende a dejar la máscara de sus padres, sociedad y amigos, y ponerse la suya. No es nada extraño que uno quiera la máscara más original, únicamente suya a toda costa. Con el tiempo, uno advierte que, por mucho que tenga fragmentos de los demás ("ese gesto es de tu padre" o "así responde tu madre" o "¿eres amigo de Fulanito? Habla igual"), la unión es original y única. Cada cual es uno mismo: es un regalo para sí mismo y para los demás. Y una gran tarea. 

Vamos a ofrecer ahora para casi acabar dos poemas impresionantes. El primero, de Juan Ramón Jiménez. 
Yo no soy yo.
Soy este
que va a mi lado sin yo verlo,
que, a veces, voy a ver,
y que, a veces olvido.
El que calla, sereno, cuando hablo,
el que perdona, dulce, cuando odio,
el que pasea por donde no estoy,
el que quedará en pie cuando yo muera.
El segundo, otra maravilla, por breve que sea. Es de Miguel d'Ors y se titula "Raro asunto".
Raro asunto la vida: yo que pude
nacer en 1529,
o en Pittsburg o archiduque, yo que pude
ser Chesterton o un bonzo, haber nacido
gallego y d’Ors y todas esas cosas.
Raro asunto
que entre la muchedumbre de los siglos,
que existiendo la China innumerable,
y Bosnia, y las cruzadas, y los incas,
fuese a tocarme a mí precisamente
este trabajo amargo de ser yo.
Pues sí: el amargo (o dulce) trabajo de ser uno mismo. 

Acabaremos ahora con una guinda deliciosa. 
Porque el cristiano amplía de algún modo esa perspectiva y mete a Dios en su vida. O, mejor dicho, descubre que allí estaba, en lo más profundo. Y que le espera a uno al final de los tiempos. 
En el versículo decimoséptimo del segundo capítulo del Apocalipsis, el último libro de la Biblia, se lee este fragmento: 
"El que tiene oído para oír, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias: Al que venciere, le daré a comer del maná escondido, y le daré una piedrecita blanca y en la piedrecita escrito un nombre nuevo, el cual ninguno conoce sino aquel que lo recibe"
Tú eres tú, ese que te has hecho. Y ese que te ha hecho contigo. 
Epílogo necesario del genial San Agustín:
"Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti"






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