¿Por qué no debo llegar drogado a mi trabajo?

—¿Por qué no puedo llegar drogado a mi trabajo? Quizás me ayuda a trabajar mejor.
 
Es una pregunta que uno puede hacerse con cierto sentido. 
La respuesta, para quien ha leído este cartel, tiene su obviedad incorporada: porque te piden que no llegues drogado. ¿Por qué? Porque, además del plus de creatividad que tal vez te dé la droga, incrementa en ti unos efectos que al dueño no le parecen deseables en tu trabajo, porque te hacen rendir menos, o nada, o peor. Así de comprensible. 

—¿No puedo hacer lo que me dé la gana en mi vida privada?

Esa pregunta se la hizo, entre otros, John Stuart Mill en su famoso libro "On liberty". Mucho hemos bebido de sus ideas sobre la parcial autonomía del individuo sobre la sociedad: la libertad social de uno acaba donde empieza la de los otros; la autoridad no debe inmiscuirse donde uno mismo es amo de su conducta, etc... Mucho, pero algunas cosas siguen chocando. No nos gusta, por ejemplo, que nos recuerden que el individuo se debe en parte a la sociedad, y por eso no puede hacer absolutamente lo que quiera. Su actuación singular no puede perjudicar necesariamente a los demás. Si mi actuar personal público va a causar de modo inevitable un perjuicio en los demás, debo abstenerme de llevarlo a cabo. Por eso, en su capítulo 4º destaca que 
"el juego, la embriaguez, la incontinencia, la ociosidad y la suciedad deben ser reprimidos jurídica y policialmente". 
¿La razón? La dicha anteriormente. Esas actividades dañan a la sociedad, y es difícil (aunque posible) decir lo contrario razonablemente. Una sociedad que permite esas actividades, atenta contra sus bases primarias fundamentales, dice Mill, y eso la autodestruye. Así que hay que evitarlas y perseguirlas. 
Se refiere, hay que hacerlo notar, a la práctica en sociedad pública: en locales no privados.
Porque ¿puede un policía emborracharse de puertas adentro? Que haga lo que quiera. ¿Puede hacerlo si está de servicio? No, porque daña a los demás (cuando está para servirles, además). 

Podríamos preguntarnos si es el servicio lo que daña a los demás, o la persona que da un mal servicio. No son triquiñuelas del pensamiento. El servicio lo presta una persona... que estará desmejorada según cómo viva... también en su propia casa. Es, en el fondo, la distinción entre efectos médicos de lo que hacemos mal: medicina y moral. ¿Es el hígado lo único que se daña en mí cuando me emborracho? Un borracho puede pegar a los demás, pero ¿son solo los demás los únicos que lo sufren, o incluso los más importantes? ¿No soy yo el primero?

John Stuart Mill, un utilitarista de cabo a rabo, no rebasó los límites de las casas. Hizo, en su obra, una división neta entre lo público y lo privado. Habría que ver si esa división es tan neta de hecho, o, por el contrario, se trata más bien de una distinción mental de dos cosas que existen unidas. ¿Cómo va a gobernar una ciudad quien no se gobierna a sí mismo? Platón, el llamado idealista, es más sensato y realista en ese particular, al no dividir estos dos ámbitos, al no separarlos totalmente. 
Un violador se ha hecho violador más allá de las violaciones, aunque se muestra así cuando las comete. Un ladrón se ha hecho ladrón a base de cosas que tal vez no ha visto nadie, pero se define como tal por lo que ha robado. Lo interior y su repercusión exterior van unidos, aunque los demás no sepan cómo. 

Dice Mill en su "Utilitarismo" que 
“es mejor ser un humano insatisfecho que un cerdo satisfecho; mejor ser un Sócrates insatisfecho que un necio satisfecho, y si el necio o el cerdo son de diferente opinión, se debe únicamente a que sólo conocen su propio lado de la cuestión, mientras que el otro término de la comparación conoce ambos lados".
Quien sabe no duda. 

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