Ofendiditos, enteraos: de la revolución -ni más ni menos- va la cosa (El juicio a los siete de Chicago)

"El juicio de los siete de Chicago". Otra película de la que he podido disfrutar a su debido momento y que recomiendo. Típica de juicios mediáticos basada en hechos reales. Muy bien hecha. Etcétera. Pero, sin dudarlo ni un segundo, me quedo con "En el nombre del Padre"
(Y compruebo con estupor —lo reconozco— que nunca he escrito sobre ella en este blog. Pronto pondremos fin a ese despiste notable. He visto esa película muchas veces).

En fin, esta es buena también. El guión, en pro de la vistosidad y éxito, desfigura los hechos reales. Y consigue su objetivo. Es más vistosa. 
En un memorable momento, Sacha Baron Cohen, de actuación más que destacable en su papel de hippy, se saca de la chistera una frase que se las trae, y que voy a usar de excusa para pedalear de lo lindo:
"Es una revolución. Me temo que alguien quedará ofendido".
Revolución es una bonita palabra con un significado más o menos concreto. Sin embargo, me parece que la RAE se queda corta en las acepciones que trae su definición. 
Hay revoluciones que no han sido, como apunta el diccionario académico, rápidas y profundas. Les ha faltado la rapidez, sí. Pero han llegado a la capa más profunda de la realidad. Y la han cambiado para siempre. 
Y, queridos lectoras y lectores, el cristianismo es ni más ni menos que el mayor exponente de la revolución en este sentido. Es, con todas las letras, un evento que generó un antes y un después en el mundo. El a.C y d.C es más que descriptivo: es verdad. Antes de Cristo, A. Después de Cristo, B. Muchas cosas cambiaron. Nietzsche, con toda su rabia y mala baba, se dio cuenta de ese cambio. Ese tal Cristo había dado —como diría un hombre muy de Jesús— la vuelta al mundo como a un calcetín: a lo malo (al dolor, a la humillación, al amor a todo prójimo desinteresado) lo llamaba bueno y a lo bueno (al orgullo desmedido, a la fuerza por la fuerza, a pisar a los demás), malo. 

Comento todo esto porque me temo que no vale la pena llamar ofendidito a Nietzsche. 
(Me gusta la palabra "ofendidito", porque implica que no toda ofensa es objetiva, aunque sí subjetiva.)
Y porque me temo, también, que el filósofo de la sospecha llamaría de todo a los actuales ofendiditos, a esa generación woke, a esos que, por decirlo de una vez por todas, no se dan cuenta de que el mundo está metido en una batalla y, en efecto, alguno quedará ofendido. En una revolución por la que algunos hombres y mujeres se han dejado la vida. Literalmente: les mataron. 

Vamos a dar algunas ideas de un par de promotores de dicha revolución. Y, al final, del que la dirige en estos días. 

Primero, una gran mujer. Suyo es este poema, que ofendería a algún filósofo con bigote:

Las personas son irracionales, inconsecuentes y egoístas,
Ámalas  a pesar de todo.
Si haces el bien, te acusarán de tener oscuros motivos
Egoístas; haz el bien a pesar de todo.
Si tienes éxito y te ganas amigos falsos y enemigos verdaderos;
Lucha  a pesar de todo.
El bien que hagas hoy será olvidado mañana;
Haz el bien  a pesar de todo.
La sinceridad y la franqueza te hacen vulnerable;
Sé sincero y franco a pesar de todo.
Lo que has tardado años en construir; puede ser destruido en una noche;
Construye  a pesar de todo.
Da al mundo lo mejor que tienes y te golpearán, a pesar de ello,
Da al mundo lo mejor que tienes a pesar de todo.
Dios conoce todas nuestras debilidades y nos ama  a pesar de  todo.

Aquí, otras. De san Josemaría. 
Están en dos de sus libros, "Camino" y "Surco", que están escrito a base de puntos breves. El primero es de "Camino". Los otros, del segundo:
No tengas miedo a la verdad, aunque la verdad te acarree la muerte. (n. 34)
¿Qué verdad? La que proporciona, con fundamento, el cristianismo: que todos valemos infinito, desde el minuto cero al último. La dignidad de la persona, pero de toda persona. Y con fundamento divino. 
¿Dónde, si no, fundamentamos el valor de cada hombre? Así lo decía Juan Pablo II: 

«Si no existe una verdad trascendente, con cuya obediencia el hombre conquista su plena identidad, tampoco existe ningún principio seguro que garantice relaciones justas entre los hombres: los intereses de clase, grupo o nación, los contraponen inevitablemente unos a otros. Si no se reconoce la verdad trascendente, triunfa la fuerza del poder, y cada uno tiende a utilizar hasta el extremo los medios de que dispone para imponer su propio interés o la propia opinión, sin respetar los derechos de los demás. [...] La raíz del totalitarismo moderno hay que verla, por tanto, en la negación de la dignidad trascendente de la persona humana, imagen visible de Dios invisible y, precisamente por esto, sujeto natural de derechos que nadie puede violar: ni el individuo, el grupo, la clase social, ni la nación o el Estado. No puede hacerlo tampoco la mayoría de un cuerpo social, poniéndose en contra de la minoría» ( Centesimus annus (1 mayo 1991), 44: AAS 83 (1991), 849)
Hay algo de Sócrates ahí escondido. Pero de más que Sócrates. De tomarse en serio a la verdad como a algo personal, como a Alguien: "Yo soy la Verdad", dijo Jesús. 

Otro:
Si los cristianos viviéramos de veras conforme a nuestra fe, se produciría la más grande revolución de todos los tiempos... ¡La eficacia de la corredención depende también de cada uno de nosotros! —Medítalo (n. 887)
Una revolución no violenta, sin duda. Pero de eso hablaremos en breve. 
Antes, un último punto, dedicado posiblemente a Nietzsche:
Para ti, transcribo de una carta: “me encanta la humildad evangélica. Pero me subleva el encogimiento aborregado e inconsciente de algunos cristianos, que desprestigian así a la Iglesia. En ellos debió de fijarse aquel escritor ateo, cuando dijo que la moral cristiana es una moral de esclavos...” Realmente somos siervos: siervos elevados a la categoría de hijos de Dios, que no desean conducirse como esclavos de las pasiones. (n. 267)
Todo un cambio de paradigma, sin duda. 
Sin embargo, como ya he apuntado, hay quien cree que esa revolución ha sido demasiadas veces violenta. El Papa también lo piensa. Flaco favor se nos ha hecho.
Leamos cómo lo dice en su último texto, Fratelli tutti
270. A los cristianos que dudan y se sienten tentados a ceder ante cualquier forma de violencia, los invito a recordar aquel anuncio del libro de Isaías: «Con sus espadas forjarán arados» (2,4). Para nosotros esa profecía toma carne en Jesucristo, que frente a un discípulo cebado por la violencia dijo con firmeza: «¡Vuelve tu espada a su lugar!, pues todos los que empuñan espada, a espada morirán» (Mt 26,52). Era un eco de aquella antigua advertencia: «Pediré cuentas al ser humano por la vida de su hermano. Quien derrame sangre humana, su sangre será derramada por otro ser humano» (Gn 9,5-6). Esta reacción de Jesús, que le brotó del corazón, supera la distancia de los siglos y llega hasta hoy como un constante reclamo.
La religión católica está al servicio de la humanidad: "he venido para que tengan vida, y vida en abundancia", dijo su fundador. 
¿Eres católico? 
Sonríe. Trabaja. Reza. Preocúpate de los demás. Sirve. Empieza otra vez cuando falles. Pide perdón. 
Y vuele al inicio de la línea.
¿Alguno se ofende? Pues reza por él y trata de no ofender. 




PD: 
Añado aquí lo que sigue del texto del Papa que he citado. Vale la pena. 
De ahí sale, por cierto, texto de Juan Pablo II. El papa Francisco es muy listo: sabe que ya se ha dicho casi todo hace tiempo. Y quién lo ha dicho. 

 


"Capítulo octavo

LAS RELIGIONES AL SERVICIO DE LA FRATERNIDAD EN EL MUNDO

271. Las distintas religiones, a partir de la valoración de cada persona humana como criatura llamada a ser hijo o hija de Dios, ofrecen un aporte valioso para la construcción de la fraternidad y para la defensa de la justicia en la sociedad. El diálogo entre personas de distintas religiones no se hace meramente por diplomacia, amabilidad o tolerancia. Como enseñaron los Obispos de India, «el objetivo del diálogo es establecer amistad, paz, armonía y compartir valores y experiencias morales y espirituales en un espíritu de verdad y amor»[259].

El fundamento último

272. Los creyentes pensamos que, sin una apertura al Padre de todos, no habrá razones sólidas y estables para el llamado a la fraternidad. Estamos convencidos de que «sólo con esta conciencia de hijos que no son huérfanos podemos vivir en paz entre nosotros»[260]. Porque «la razón, por sí sola, es capaz de aceptar la igualdad entre los hombres y de establecer una convivencia cívica entre ellos, pero no consigue fundar la hermandad»[261].

273. En esta línea, quiero recordar un texto memorable: «Si no existe una verdad trascendente, con cuya obediencia el hombre conquista su plena identidad, tampoco existe ningún principio seguro que garantice relaciones justas entre los hombres: los intereses de clase, grupo o nación, los contraponen inevitablemente unos a otros. Si no se reconoce la verdad trascendente, triunfa la fuerza del poder, y cada uno tiende a utilizar hasta el extremo los medios de que dispone para imponer su propio interés o la propia opinión, sin respetar los derechos de los demás. [...] La raíz del totalitarismo moderno hay que verla, por tanto, en la negación de la dignidad trascendente de la persona humana, imagen visible de Dios invisible y, precisamente por esto, sujeto natural de derechos que nadie puede violar: ni el individuo, el grupo, la clase social, ni la nación o el Estado. No puede hacerlo tampoco la mayoría de un cuerpo social, poniéndose en contra de la minoría»[262].

274. Desde nuestra experiencia de fe y desde la sabiduría que ha ido amasándose a lo largo de los siglos, aprendiendo también de nuestras muchas debilidades y caídas, los creyentes de las distintas religiones sabemos que hacer presente a Dios es un bien para nuestras sociedades. Buscar a Dios con corazón sincero, siempre que no lo empañemos con nuestros intereses ideológicos o instrumentales, nos ayuda a reconocernos compañeros de camino, verdaderamente hermanos. Creemos que «cuando, en nombre de una ideología, se quiere expulsar a Dios de la sociedad, se acaba por adorar ídolos, y enseguida el hombre se pierde, su dignidad es pisoteada, sus derechos violados. Ustedes saben bien a qué atrocidades puede conducir la privación de la libertad de conciencia y de la libertad religiosa, y cómo esa herida deja a la humanidad radicalmente empobrecida, privada de esperanza y de ideales»[263].

275. Cabe reconocer que «entre las causas más importantes de la crisis del mundo moderno están una conciencia humana anestesiada y un alejamiento de los valores religiosos, además del predominio del individualismo y de las filosofías materialistas que divinizan al hombre y ponen los valores mundanos y materiales en el lugar de los principios supremos y trascendentes»[264]. No puede admitirse que en el debate público sólo tengan voz los poderosos y los científicos. Debe haber un lugar para la reflexión que procede de un trasfondo religioso que recoge siglos de experiencia y de sabiduría. «Los textos religiosos clásicos pueden ofrecer un significado para todas las épocas, tienen una fuerza motivadora», pero de hecho «son despreciados por la cortedad de vista de los racionalismos»[265].

276. Por estas razones, si bien la Iglesia respeta la autonomía de la política, no relega su propia misión al ámbito de lo privado. Al contrario, no «puede ni debe quedarse al margen» en la construcción de un mundo mejor ni dejar de «despertar las fuerzas espirituales»[266] que fecunden toda la vida en sociedad. Es verdad que los ministros religiosos no deben hacer política partidaria, propia de los laicos, pero ni siquiera ellos pueden renunciar a la dimensión política de la existencia[267] que implica una constante atención al bien común y la preocupación por el desarrollo humano integral. La Iglesia «tiene un papel público que no se agota en sus actividades de asistencia y educación» sino que procura «la promoción del hombre y la fraternidad universal»[268]. No pretende disputar poderes terrenos, sino ofrecerse como «un hogar entre los hogares —esto es la Iglesia—, abierto […] para testimoniar al mundo actual la fe, la esperanza y el amor al Señor y a aquellos que Él ama con predilección. Una casa de puertas abiertas. La Iglesia es una casa con las puertas abiertas, porque es madre»[269]. Y como María, la Madre de Jesús, «queremos ser una Iglesia que sirve, que sale de casa, que sale de sus templos, que sale de sus sacristías, para acompañar la vida, sostener la esperanza, ser signo de unidad […] para tender puentes, romper muros, sembrar reconciliación»[270]. "

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