Hay silencios y silencios. Está el de quien piensa y se concentra (y apaga la música para aparcar). El que quiere ser muestra de respeto por la actividad ajena (el el tenis mismo: "silence, please"). El de la emoción que te deja sin palabras antes de algo sumamente improbable o magnífico. El del ignorante, que no sabe. El del sabio, que sabe y piensa antes de hablar. El del que sabe escuchar y atiende con todos los sentidos. Y otros más, entre los que despunta este de la Odisea: el silencio después de la maravilla, que te roba el discurso, porque es innecesario o difícil de conseguir. Cuando uno no sabe qué decir, frecuentemente aparece la comunicación no verbal: gritos, aplausos, gestos, lloros, risas...
Recuerdo un suceso de un verano no muy lejano. Habíamos estado disfrutando a media tarde de un concierto de flamenco. El guitarrista cantaba y tocaba de maravilla. Por la noche, le invitaron a visitar el santuario de Torreciudad, con los jóvenes que habíamos asistido a su concierto. Apareció discretamente. Una vez se acabaron los cánticos que nosotros, pardillicos, habíamos entonado a la Virgen, salió él y subió al presbiterio (ese lugar de las iglesias donde está situado el altar). Sacó su guitarra y empezó a cantar el padre nuestro, la oración más universal. Dejó la guitarra y siguió cantando, con su potente y afinada voz, que tronaba y resonaba imperiosa en aquel santuario. Al acabar la última palabra, siguió el delicioso silencio:
Reconozco que al leer La Odisea pensé en eso. Ante la belleza, silencio: respeto, admiración, asombro. Sobras las palabras. No hay que decir ni mu. La boca, callada, y el corazón, despierto.
Un poco más adelante, Poseidón muestra en qué consiste la envidia y los celos, y desea el mal para quienes han hecho el bien. Un pasaje de dolorosa lectura que enseña cómo no comportarse. El bien es deseable, aunque lo tenga otro. El carácter torcido —envidioso o celoso— hacen indeseable el bien... para otro.
Dicho esto tocóle Atenea con una varita. La diosa le arrugó el hermoso cutis en los ágiles miembros, le rayó de la cabeza los blondos cabellos, púsole la piel de todo el cuerpo de tal forma que parecía la de un anciano; hízole sarnosos los ojos, antes tan bellos; vistióle unos andrajos y una túnica, que estaban rotos, sucios y manchados feamente por el humo; le echó encima el cuero grande, sin pelambre ya, de una veloz cierva; y le entregó un palo y un astroso zurrón lleno de agujeros con su correa retorcida
Un rostro falso debe ocultar lo que sabe un falso corazón
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