Releyendo La Odisea en 2025: Canto XIII (Silencios, celos y disimulos)

En el Canto 13 de La Odisea, los feacios —que han sido buenos acogedores de Odiseo— le llevan definitivamente de regreso a Ítaca en su veloz barco. Él duerme a pierna suelta. Tanto, que le dejan en la costa con los preciados regalos que le han hecho sin despertarlo. Poseidón, molesto por la ayuda de los feacios a Odiseo, convierte su barco en piedra como castigo. A la que despierta, Atenea se le aparece a Odiseo y lo ayuda a reconocer su tierra natal, y a planear cómo vengarse de los pretendientes que ocupan su casa.

En los primeros compases del canto, se concluye la narración de Odiseo y se leen estas palabras:

Enmudecieron los oyentes y, arrobados por el placer de escucharle, se quedaron silenciosos en el obscuro palacio

Hay silencios y silencios. Está el de quien piensa y se concentra (y apaga la música para aparcar). El que quiere ser muestra de respeto por la actividad ajena (el el tenis mismo: "silence, please"). El de la emoción que te deja sin palabras antes de algo sumamente improbable o magnífico. El del ignorante, que no sabe. El del sabio, que sabe y piensa antes de hablar. El del que sabe escuchar y atiende con todos los sentidos. Y otros más, entre los que despunta este de la Odisea: el silencio después de la maravilla, que te roba el discurso, porque es innecesario o difícil de conseguir. Cuando uno no sabe qué decir, frecuentemente aparece la comunicación no verbal: gritos, aplausos, gestos, lloros, risas...

Recuerdo un suceso de un verano no muy lejano. Habíamos estado disfrutando a media tarde de un concierto de flamenco. El guitarrista cantaba y tocaba de maravilla. Por la noche, le invitaron a visitar el santuario de Torreciudad, con los jóvenes que habíamos asistido a su concierto. Apareció discretamente. Una vez se acabaron los cánticos que nosotros, pardillicos, habíamos entonado a la Virgen, salió él y subió al presbiterio (ese lugar de las iglesias donde está situado el altar). Sacó su guitarra y empezó a cantar el padre nuestro, la oración más universal. Dejó la guitarra y siguió cantando, con su potente y afinada voz, que tronaba y resonaba imperiosa en aquel santuario. Al acabar la última palabra, siguió el delicioso silencio: 

Enmudecieron los oyentes y, arrobados por el placer de escucharle, se quedaron silenciosos en el obscuro santuario.

Duró unos cinco segundos, hasta que alguien —un simplón paletillo— tuvo que aplaudir, aplastado por un silencio que quizás se le hacía molesto. Y ahí acabó la magia... y la oración, tal vez.
Reconozco que al leer La Odisea pensé en eso. Ante la belleza, silencio: respeto, admiración, asombro. Sobras las palabras. No hay que decir ni mu. La boca, callada, y el corazón, despierto. 
Este tipo de silencio hay que enseñarlo: dejarse impactar por la belleza no es sencillo, porque uno se descubre vulnerable de alguna manera: recibe demasiado sin poner mucho de su parte, lo cual es a menudo humillante. No hay control que valga: es una ola de bien y bondad que a veces, por lo que sea, puede llegar a inquietar, hasta físicamente.
Sea como sea, es un bofetón salutífero, saludable, sanador. Trae paz. Tal vez la ataraxia griega tenga algo que ver. 

Un poco más adelante, Poseidón muestra en qué consiste la envidia y los celos, y desea el mal para quienes han hecho el bien. Un pasaje de dolorosa lectura que enseña cómo no comportarse. El bien es deseable, aunque lo tenga otro. El carácter torcido —envidioso o celoso— hacen indeseable el bien... para otro.

Para acabar, avanza el canto y Odiseo habla con Atenea (esa oración pagana, tan frecuente en La Odisea: un hombre hablando con un dios)
Dicho esto tocóle Atenea con una varita. La diosa le arrugó el hermoso cutis en los ágiles miembros, le rayó de la cabeza los blondos cabellos, púsole la piel de todo el cuerpo de tal forma que parecía la de un anciano; hízole sarnosos los ojos, antes tan bellos; vistióle unos andrajos y una túnica, que estaban rotos, sucios y manchados feamente por el humo; le echó encima el cuero grande, sin pelambre ya, de una veloz cierva; y le entregó un palo y un astroso zurrón lleno de agujeros con su correa retorcida
Y, así, Odiseo está preparado para vengarse. Ese disimulo o falta de naturalidad nos da una pista. No deja de ser una historia y tiene su gracia que Odiseo se comporte así. No en vano es el rey de los ardides. Lo mejor es la finalidad: busco parecer otro para que los otros no busquen parecer otros cuando me vean. Quiero ver con mis ojos —disimulados para otros— cómo son esos desalmados cuando creen que nadie les ve. Quiero pillarles con las manos en la masa. Es propio del malo disimular cuando alguien le ve. 
Macbeth, con Shakespeare en su origen, lo dice de maravilla:
Un rostro falso debe ocultar lo que sabe un falso corazón
El grado mayor de maldad, eso sí, consiste en no tener que disimular y mostrarse malo a cara descubierta, sin disimulo: con cinismo incluido. 
Un pequeño examen nos viene bien al leer estas líneas. 
Ojalá no seamos nunca así.

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