Tomé esta fotografía en Lisboa, en la escalerita del avión que me iba a llevar de vuelta a Barcelona. La hice con discreción suma, sin que el dueño de la mochila —nada discreta, eso sí— se percatara de mi hurto gráfico. Por las pintas, pensé que se trataba de un surfista o algo así. Me cuadraba: las playas de Nazaré, en que hay unas olas tremendas, están relativamente cerca.
Lo importante no es el hortera del amarillo, sino la frase del parche y el samurai:
It's not about motivation. It's about discipline / No va de motivación. Va de disciplina
Sobre las falsas dicotomías —falsas divisiones de la realidad en solo dos opciones: se dan de hecho más, que se descartan— ya hemos hablado. ¡Pero hay tantas!
Aquí va una, de nuevo: ¿disciplina o motivacion? El tipo de la mochila parece tenerlo claro: no va de motivación, sino de disciplina. ¿La razón? Que la motivación no suele depender de uno —más bien voluble como es—, pero la disciplina, sí. Que si vas a intentar algo complicado, no te bases solo en la motivación, que va y viene.
Lo primero que salta a la vista es que la palabra "disciplina" trae consigo tintes de dureza, de "no te pares, aunque no te apetezca". Pero, según su etimología, no tendría por qué ser así. Al menos, según nuestra modernísima manera de verlo.
La disciplina tiene su campo semántico en el aprender (discere, en latín) del discípulo. Una disciplina es, además, un parte del saber: "no domino aún esa disciplina de la natación: solo sé nadar de espalda", podríamos decir, en un ejemplo extraño. Se entiende de algún modo que, para aprender, discere, necesitamos un proceso. Y a eso le llamamos "disciplina". Que luego haya quedado unido a ese proceso y esa palabra —por sentido común que da lo vivido— todo el sentimiento de esfuerzo y dedicación y fortaleza, es otra cosa... que tiene todo su sentido.
Añadimos ahora un hecho simpático: la palabra "estudio" procede de "studeo", que significa "empeñarse", con todo el dolor y esfuerzo que —otra vez— eso conlleva. Para estudiar, hay que esforzarse: hace falta disciplina. Todo se une, como se ve.
Ya hemos dicho algo de la disciplina. Ahora, vamos a escarbar algo en la distinción con la motivcación, aunque trayendo previamente el asunto a nuestro campo, que siempre se está más cómodo. Cuando hablamos de motivación y disciplina, bien podríamos hacerlo de motivación y motivos, o de apetecer y querer. Sé que no lo parece, a primera vista. Avancemos, no sea que sí. (Spoiler de primera categoría: sí).
Tanto "motivación" como "motivos" proceden de la misma palabra: "motor", que está relacionada con el moverse. Motor es lo que mueve algo. Los motivos y las motivaciones son dos motores de la acción humana. Pero, se nota desde el principio, son dos cosas que se pueden diferenciar, aunque tantas veces vayan unidas en el ovillo de cosas diversas que aparecen al principio de una acción: a los más jóvenes les resultan especialmente difíciles de diferenciar. Tanto, que uno puede confundirlas. El propio Hume lo hace: cuando dices que quieres es que te apetece. Grave error: quiero madrugar, pero no me apetece nada. Es tener la vista puesta en lo lejano, a pesar de lo cercano: mi futuro tira de mí. Sigamos.
Salvo honrosas y raras excepciones, todo el mundo prefiere las motivaciones a los motivos, porque afectan más directamente a los sentimientos, a nuestra parte afectiva. Los motivos son fríos, racionales: buscan razones. Y, a propósito, vale la pena señalar que es absolutamente normal que la palabra "razón" signifique, a la vez, "inteligencia" y "motivo", porque es a través de esta primera como encontramos los segundos: pienso y veo por qué hacer algo. Después —o antes, sin duda—, aparecen otros motores: las motivaciones. Y ahí tenemos ya montado el lío vital: y no es un error esa expresión, sino algo de lo más descriptivo. ¿Por qué motor me voy a dejar llevar: por el motivacional-apetencia o por el motivo-razón?
Volvamos a la mochila y su pegatina: "no va de motivaciones, sino de disciplina". La respuesta está clara: si se dan los dos —y es de lo más común— se trata de elegir lo racional, lo disciplinado, como motor. El otro ámbito —lo motivacional— que quede como copiloto, que es su papel esencial en la vida: la salsa añade sabor, pero apenas alimenta. El copiloto no es esencial, pero ayuda mucho a que un viaje largo —la vida misma, en metáfora usadísima y cierta— se haga más pasable y llevadero.
Y eso, ¿por qué? Por una razón y solo una: porque no podemos decidir tantísimas veces cómo nos sentimos, pero sí podemos domesticar —meterlos en mi domus, en mi casa— nuestra respuesta ante esos sentimientos. De modo que, ¡sorpresa!, al cabo de los tiempos, vaya una teniendo una sensibilidad educada y nueva. Y lo que hacía por motivos, a veces a contracuerpo y sin ganas sensibles, acabe viniendo acompañado de un gran placer, no meramente corporal: de un gusto por lo bueno.
Por eso mismo uno puede estar a gusto entrenando con intensidad y calor (o escuchando a alguien pesado, o acabando bien el trabajo rutinario, o viviendo un horario): porque se da cuenta de que, aunque cuesta, vale la pena.
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