"Temed solamente a esto, (jóvenes)"

Con el seguro riesgo de ser muy sensacionalista he puesto este título, sí. 
Ahora, la frase entera:
Temed, por el contrario, la pusilanimidad, la ligereza, la comodidad, el egoísmo.
No está mal. Y mejora todavía, en ni opinión, cuando se rescatan las fuentes: son palabras de un discurso de san Juan Pablo II en 1986 ¡a los jóvenes!

Para empezar, la frase impacta. Y da mucho que pensar, si uno quiere. (No son sinónimos impactar y reflexionar. Algo impacta en mí, pero soy yo quien reflexiono o no). Y de eso va, en parte, esta entrada de hoy.
Digamos algunas cosas.

Primera. No es lo mismo juventud que carácter. Podría alguien pensar que los jóvenes son de un modo concreto inevitablemente. Y es así, en parte. Por ejemplo, debido a su corta experiencia, son a menudo imprudentes. Sin embargo, la juventud es una etapa en la vida. Una más. Hay mucho tipo barbado y de edad adulta que sigue siendo imprudente, o ligero, o cómodo, o egoísta. Conocí a una persona que lo decía una y otra vez al hablar con jóvenes: "Esto, que os ocurre ahora, y que seguirá pasándoos a mi edad si no cambiáis...". Sabedor de eso, Juan Pablo II se lo dice a los jóvenes, y no a los ancianos. Confianza en los jóvenes, por tanto. Pero cargada de consejos de verdad, y no solo de adulaciones vacías, de peloteo barato. 

Segunda, muy ligada con la primera. Es un lugar común calificar a los jóvenes actuales (no sé si se les llama millenials o cómo; me da igual) con esos adjetivos: pusilánimes, ligeros, cómodos y egoístas. Un adolescente me dijo hace no mucho que los jóvenes eran (sic) gilipollas. Y se quedó tan ancho. Alguno podrá sugerir que el distintivo actual es que ellos mismos se ven así. No sé yo. 
Siempre ha sido así. Este discurso, no lo olvidemos, es de 1986. Quienes lo oyeron tendrán ahora sus buenos 50 años. 
Va una guinda: una cita de C.S. Lewis en su genial Los cuatro amores:

"Se oye hablar mucho de la grosería de las nuevas generaciones. Yo soy una persona mayor y podría esperarse que tomara partido por los viejos, pero en realidad me han impresionado mucho más los malos modales de los padres hacia sus hijos que los de éstos hacia sus padres. ¿Quién no ha estado en la incómoda situación de invitado a una mesa familiar donde el padre o la madre han tratado a su hijo ya mayor con una descortesía que, si se dirigiera a cualquier otro joven, habría supuesto sencillamente terminar con ellos toda relación? Las afirmaciones dogmáticas sobre temas que los jóvenes entienden y los mayores no, las crueles interrupciones, el contradecirles de plano, hacer burla de cosas que los jóvenes toman en serio -a veces sobre religión-, insultantes alusiones a amigos suyos..., todo eso proporciona una fácil respuesta a la pregunta: "¿Por qué están siempre fuera?¿Por qué les gusta más cualquier casa que su propio hogar?" ¿Quién no prefiere la educación a la barbarie?
Si uno preguntara a una de esas personas insoportables -no todas, evidentemente, son padres de familia- por qué se comportan de ese modo en casa, podría contestar: "Oh, no fastidie, uno llega a casa dispuesto a relajarse. Un tío normal no está siempre en su mejor momento. Además, si un hombre no puede ser él mismo en su propia casa, ¿entonces dónde? Por supuesto que no queremos andarnos con fórmulas de urbanidad en casa. Somos una familia feliz. Podemos decirnos "cualquier cosa" y nadie se enfada; todos nos comprendemos."
Todo esto, de nuevo, está muy cerca de la verdad, pero fatalmente equivocado. El afecto es cuestión de ropa cómoda y distensión, de no andar con rigideces, de libertades que serían de mala educación si nos las tomáramos antes extraños. Pero la ropa cómoda es una cosa, y llevar la misma camisa hasta que huele mal es otra muy distinta. Hay ropa apropiada para una fiesta al aire libre, pero la que se usa para estar en casa también debe ser apropiada, cada una de manera distinta. De igual forma, existe una diferencia entre la cortesía que se exige en público y la cortesía doméstica. El principio básico para ambas es el mismo: "Que nadie se dé a sí mismo ningún tipo de preferencia". Pero mientras más pública sea la ocasión, más "reglada" o formalizada estará nuestra obediencia a ese principio. Existen normas de buenos modales; pero no por eso ha de ser menor la necesidad de educación."


Tercera. Los valores hay que reencarnarlos en cada generación. Los libros son libros. Costaría muy poco -lo he visto antes- ver cómo definía Aristóteles a los jóvenes desde el s. IV a.C. Somos seres humanos. Desde hace siglos. Y lo seremos siempre igual. Matices habrá, pero nunca un matiz definitivo. De esto, ya hablamos. Así que avancemos. 

Cuarta. Se habla de temor. Porque hay un temor bueno. El temor como punto medio entre la imprudencia irreflexiva y el miedo paralizador. Eso lo sabían los clásicos.
Muy mala prensa tiene el temor. Pero eso ocurre por hablar a granel, sin precisión. El temor sano es la precaución buena, la buena tensión ante lo bueno que se va a hacer. El cuidado que uno tiene al hacer algo para no hacerlo mal. Y aquí aparece la palabra: "mal". ¿Qué temor va a tener uno si no hay mal? Pero Juan Pablo II no era tonto y sabía que hay cosas que están mal, aunque las haga uno. Teme hacerlo mal. Es un sentimiento protector: un desagrado ante una manera de ser. Toda una virtud y adorno del propio carácter, por lo tanto: el desapego afectivo a lo malo que te lleva a huir... hacia lo bueno.

Quinta. Las cosas que deben temer los jóvenes (y todos): la pusilanimidad, la ligereza, la comodidad, el egoísmo. Vaya póker. Y con razón se le puede llamar así: son cosas relacionadas. Vamos a escribir cuatro cosas sobre su negatividad y cómo salir de ella. 

A. La pusilanimidad consiste en el encogimiento de ánimo que lleva a la falta de valor para llevar a cabo grandes acciones que valgan la pena. Su contrario, una parte de la fortaleza llamada desde siempre magnanimidad: ánimo grande. 
El magnánimo dedica sin reservas sus fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de entregarse él mismo. No se conforma con dar: se da. Y logra entender entonces la mayor muestra de magnanimidad: darse a Dios.
Así lo explica San Josemaría. De cada quien depende empezar a ser magnánimo: saber qué vale la pena y emprenderlo, a pesar de los pesares. 

B. La ligereza consiste en tomarse a la ligera las cosas... que uno no debería porque no lo merecen. Se les da poco peso por no haberlas pesado bien, por no ponderar correctamente. Ponderar: esa hermosa palabra que proviene del latín pondus, ponderis: peso. 
El reverso luminoso está en la prudencia reflexiva que da el valor a lo que lo tiene. 

C. La comodidad es, por así, la madre de la pusilanimidad. Quien se resiste a salir de su lugar de bienestar pacífico, jamás hará nada que valga la pena: por definición, porque "hay pena". No me refiero a salir de la zona de confort. La vida misma te obliga a hacerlo: las cosas cuestan, caray. Sobre todo si son muy buenas. 

D. El egoísmo consiste en pensar solo en uno cuando la situación exige principalmente centrarse en los demás o en alguna cosa. No vivimos solos. El egoísmo nos lleva a ser cómodos y ligeros y, a la larga, pusilánimes. Es el mayor defecto del carácter: toda una tara psicológica. El personalismo lo explica de maravilla: somos yoes pensados para otros yoes. Una clave, sugerida ya en la magnaninidad: la generosidad y el dar y darse.

Para salir de estos defectos: la consideración. La reflexión, sí, pero con valores. 
Es muy interesante la etimología de consideración: poner algo con las estrellas, comparándolo con ellas. Pensar si algo es tan valioso como ellas, lo más alto. 

Eso, y más, que ya cada cual pensará. 


Comentarios